En un día como hoy -de los enamorados, dicen-, ¿cómo no reservar unas
palabras para describir el tumultuoso río de sufrimientos y desgracias
que, cual necesario anverso en la moneda de la vida, fluye y se mezcla
en las mismas aguas de la más prestigiada de nuestras pasiones?
Juro que
no tengo vocación de aguafiestas; si acaso, es cierto, a menudo me
tienta la modesta aventura que supone escudriñar bajo la superficie lisa
de los lugares comunes para denunciar su indolencia de siglos, y para
que, así mismo, de paso, mi pensamiento emerja de su letargo y recupere
los dones de su antiguo albedrío.
Cuando se nombra al amor y la
humanidad entera se arrodilla a sus pies, nadie parece acordarse de que
ese mismo amor está en el origen de las mayores tragedias íntimas y
cotidianas -esas tragedias que luego la literatura exprime y mitifica, y
que el cine industrializa con beneficios millonarios-, las que nacen de
los celos o de la infidelidad o de la ausencia o de las convenciones; o
del simple amor no correspondido, que, me atrevo a inferir,
estadísticamente ha de ser la versión más habitual de lo que llamamos
amor. Jamás he sufrido tanto como a esa edad terrible -he escrito
terrible, y terrible volvería a escribir si mil veces tuviese que
calificar esa edad- en que el corazón se salía del pecho por una
muchacha sucesiva cuya belleza incomparable, empero huidiza y esquiva,
casi siempre estuvo demasiado alta para mí, nunca al alcance del
adolescente tímido que la espiaba con un pudor ancestral y que no sabía
cómo abordarla, con qué palabras; aquel que si alguna vez se permitió
alguna audacia robada a una escena de película fue para arrepentirse
inmediatamente de su inepcia, ya a solas, en los camerinos del ridículo.
Mis lecturas de aquella época, intensas y terapéuticas, henchidas de
gratitud -el joven Werther, el viejo Aschenbach-, permanecen indelebles
en la memoria del hombre que soy hoy, como si a través de ellas
recobrara conciencia de mi desvalimiento, del sinvivir suicida de aquel
muchacho desprovisto de brújula que se hacía el encontradizo en los
callejones de la desdicha.
Y entonces, muy pronto, me crucé con la
Poesía. Y la Poesía me salvó la vida, me la ha salvado varias veces.
Cuando empecé este texto, en un día como hoy, no imaginé que acabaría
con una confesión tan grave. ¡Ah el amor!
sábado, 14 de febrero de 2015
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