A los cuarenta y ocho, Federico García Lorca ya llevaba diez bajo la tierra baldía del barranco de Víznar, víctima de las tres causas fascistas y de alguna más.
A los cuarenta y ocho, otro Federico (Hölderlin) y otro Federico (Nietzsche), ambos tedescos, ambos enfermos de helena melancolía, ya habían transcurrido un lustro y dos lustros extraviados en la tiniebla de la sinrazón, aguardando la muerte física.
A los cuarenta y ocho años de Franz Kafka el destino le arrebató siete a cuenta de la tuberculosis, y seis a los cuarenta y ocho de Cesare Pavese, ese que en la cima del éxito literario decidió que ya no podía cargar con tanta soledad y tanto desamor y tanta tristeza.
A solo dos de los cuarenta y ocho se quedaron Charles Baudelaire y Oscar Wilde, quienes acaso vieron las mismas calles y las aguas onduladas del mismo río y sufrieron el mismo desprecio en una ciudad diversa que sin embargo conservaba el mismo nombre: París.
Albert Camus acababa de cumplir dos menos de cuarenta y ocho cuando la carretera del cuatro de enero decidió que sería uno de los primeros escritores, acaso el primer autor Nobel, en dejarse la vida en un vulgar accidente de tráfico rodado.
A seis meses de coronar su año cuarenta y ocho, Fernando Pessoa abandonó la botella eternamente medio vacía y se adentró despacio por la larga rua dos Douradores para decirle adiós a Bernardo Soares y para despachar con una mueca a tres conocidos suyos: Alvaro de Campos, Ricardo Reis y el mismísimo Fernando.
A los cuarenta y ocho, Rubén Darío se concedió una prórroga de un año y veinte días, y aún llegó a tiempo de protagonizar un par de escenas de café y cementerio junto al marqués de Bradomín, cuatro años más tarde, en las entrañas imborrables de Luces de bohemia.
A los cuarenta y ocho, José Saramago no había imaginado todavía a los parias levantados del suelo ni la aventura de Sietesoles y Blimunda ni la grieta que separaría la Península Ibérica de Europa ni el evangelio de Jesucristo ni aquella historia sobre ciegos ni todo lo demás.
A los cuarenta y ocho, ni siquiera Miguel de Cervantes sabía que iba a inventar a don Quijote, o que don Quijote lo iba a inventar a él, y que juntos cabalgarían la gloria literaria por los siglos de los siglos.
A los cuarenta y ocho, unos ya terminaron, otros no han empezado.
martes, 24 de febrero de 2015
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