Había nacido en 1906, hijo de Francisco y Beatriz, y
completó sus noventa años volcado casi hasta el fin en faenas agrícolas. Conozco media docena de anécdotas que ilustran su biografía de hombre anónimo.
Durante el servicio militar, en Madrid, hizo guardias a
Primo de Rivera. Luego lo volvieron a reclutar para la guerra del 36, y aunque
le daban igual los unos y los otros, participó en la batalla de Brunete del
lado republicano. Se vino al pueblo con un permiso médico breve, al azar de los
caminos y las gentes, enfermo de trincheras y de muertes, y los últimos meses
del conflicto los vivió escondido en un cortijo, huyendo de que lo reclamaran
para regresar a aquel infierno.
Durmió en la cárcel una sola noche, cuando algún desalmado lo denunció por hablar en la calle, a horas indebidas, con otros dos al parecer tan subversivos como él.
Durmió en la cárcel una sola noche, cuando algún desalmado lo denunció por hablar en la calle, a horas indebidas, con otros dos al parecer tan subversivos como él.
Adusto y laborioso, siempre tuvo una burra que lo acompañaba
a las huertas.
Fumaba a diario un par de cigarrillos de liar; y cuando un médico le habló de sus pulmones no necesitó ni un minuto para prescindir definitivamente de ese hábito.
Llevaba un braguero que le sujetaba la quebrancía, pero que jamás le impidió echar una mano cuando había que sembrar las patatas o recoger la oliva del suelo o buscar ripios, como él los llamaba, para insertar en el muro de piedra de la casa.
Era tan celoso del trabajo y del esfuerzo que no entendía que algunos jóvenes salieran a correr sin más propósito, desperdiciando esa energía tan necesaria para el campo.
Un domingo, en la mesa familiar, protestó que él no debería comer porque aquel día no había hecho aún nada de provecho; y no lo dijo en broma.
Ya octogenario, sentado en una caja de albaricoques, mientras almorzábamos en el bancal, le oí decir una sentencia que luego aproveché para enhebrar un mal soneto.
Fumaba a diario un par de cigarrillos de liar; y cuando un médico le habló de sus pulmones no necesitó ni un minuto para prescindir definitivamente de ese hábito.
Llevaba un braguero que le sujetaba la quebrancía, pero que jamás le impidió echar una mano cuando había que sembrar las patatas o recoger la oliva del suelo o buscar ripios, como él los llamaba, para insertar en el muro de piedra de la casa.
Era tan celoso del trabajo y del esfuerzo que no entendía que algunos jóvenes salieran a correr sin más propósito, desperdiciando esa energía tan necesaria para el campo.
Un domingo, en la mesa familiar, protestó que él no debería comer porque aquel día no había hecho aún nada de provecho; y no lo dijo en broma.
Ya octogenario, sentado en una caja de albaricoques, mientras almorzábamos en el bancal, le oí decir una sentencia que luego aproveché para enhebrar un mal soneto.
Lo recuerdo en mis visitas de los últimos años, siempre
erguido sobre la silla, delante del televisor que no veía ni oía, junto a la
estufa de leña, casi ausente.
Nunca se quejó; lo único que no quería es morirse, porque la muerte es una cosa para siempre.
Nunca se quejó; lo único que no quería es morirse, porque la muerte es una cosa para siempre.
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