domingo, 18 de febrero de 2018

Desde que di con ella, a mediados de los noventa, suelo recurrir casi todos los cursos a una página del volumen Tiempos y cosas de Azorín. La presento a quien me escucha como una muestra asequible y pedagógica de los postulados noventayochistas. Su lectura del paisaje a través de los tejados me contagia de los escenarios de mi infancia, y su interpelación final no me suele dejar indiferente: "¿No sentís vosotros esta concordancia secreta y poderosa de las cosas que nos rodean? ¿No veis en esta pequeña ciudad una vida tan intensa, tan bella como la de las más grandes y tumultuosas urbes del mundo?"
La tarde del viernes, requerido por obligaciones filiales, me acordé otra vez de aquella página de Azorín. Antes del regreso de una hora de automóvil -lo que dura un disco de Sabina-, me senté en la puerta-terraza de un bar del pueblo -mi pueblo...- y pedí un solitario café. No había nadie a este lado, pero en la acera contraria pululaba la clientela habitual del bar de enfrente, la fauna exacta de todas las tardes de todos los días del mundo en el previsible ecosistema de los bares de pueblo. Allí, si uno observaba, podía advertir la coexistencia pacífica de casi todos los tipos de la humanidad ociosa: el que desea medrar y el que ya medra, el fanfarrón tripudo, el solterón inmemorial, el que otorga cuando calla, el que solo mira su teléfono móvil, el que se le cae la casa encima, el que no tiene abuela, el antiguo edil y el edil actual, el más listo y el más tonto y también sus respectivas viceversas y viceversos (con perdón).
Y aquí, conmigo -no creo que nadie me viera-, el desarraigo, la invencible distancia. Pagué y me fui.

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