jueves, 1 de enero de 2015

RITUALES DE TRANSICIÓN

Desde que me pudo la conciencia del tiempo, siempre he asistido a las mudanzas cíclicas del calendario con espíritu regenerador, poseído por una fe inaugural que se abastece de energías renovadas, de sutiles proyectos, de ilusos propósitos de enmienda, de sueños todavía. No sé por qué, subsiste en mí una inclinación supersticiosa que colma su buena voluntad con la excusa de los cambios estacionales, de los aniversarios sucesivos, del tránsito fugaz de un año al que lo sigue.
Me recuerdo adolescente, todos los 31 de diciembre, rey absoluto de mi soledad, caminando hasta la cima de un cerro desde el que se domina el pueblo, para sentarme en una piedra y meditar allí sobre los doce meses transcurridos y los doce aún por transcurrir. Más tarde adopté el rito de los conciertos de año nuevo desde el sofá de la casa de los padres, solo ante el televisor, con el invariable avispero de resaca zumbándome las sienes, fiel hasta el palmeo efectista de la Marcha Radetzky.
Después la vida me ha zarandeado por distintos escenarios, cobrándose el tributo que reclama a las edades del hombre; pero cada día de nochevieja y cada mañana del primero de enero acude a mí, como un rescoldo casi ajeno, la nostalgia de aquellas sensaciones antiguas que jugaban a provocar o a descifrar los derroteros de mi presente y mi futuro, de mi inescrutable porvenir.

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