Me recuerdo adolescente, todos los 31 de diciembre, rey absoluto de mi soledad, caminando hasta la cima de un cerro desde el que se
domina el pueblo, para sentarme en una piedra y meditar allí sobre los doce
meses transcurridos y los doce aún por transcurrir. Más tarde adopté el rito de
los conciertos de año nuevo desde el sofá de la casa de los padres, solo ante
el televisor, con el invariable avispero de resaca zumbándome las sienes, fiel
hasta el palmeo efectista de la Marcha Radetzky.
Después la vida me ha zarandeado por distintos escenarios, cobrándose el tributo que reclama a las edades del hombre; pero cada día de nochevieja y cada mañana del primero de enero acude a mí, como un rescoldo casi ajeno, la nostalgia de aquellas sensaciones antiguas que jugaban a provocar o a descifrar los derroteros de mi presente y mi futuro, de mi inescrutable porvenir.
Después la vida me ha zarandeado por distintos escenarios, cobrándose el tributo que reclama a las edades del hombre; pero cada día de nochevieja y cada mañana del primero de enero acude a mí, como un rescoldo casi ajeno, la nostalgia de aquellas sensaciones antiguas que jugaban a provocar o a descifrar los derroteros de mi presente y mi futuro, de mi inescrutable porvenir.
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