miércoles, 13 de agosto de 2014

CAZANDO MOSCAS

Me había aplicado a la lectura de La broma, la novela de Kundera, en la terraza de la casa alquilada para la primera quincena de agosto. Llevaba un par de días sumergido en la historia, casi un tercio de sus páginas. De vez en cuando levantaba la vista para cerciorarme de la aspereza rotunda del paisaje y para agradecer a lo lejos, acotado entre dos montañas, el azul vespertino del mar. La densidad de la fábula se encabritaba o languidecía entre mis manos, párrafo a párrafo, mientras a mi pensamiento se le insinuaba alguna idea para un relato futuro o trataba de retener cualquier intuición desprovista de palabras. El atardecer me sorprendió sentado y sentado seguí hasta que el disco redondo de la luna se suspendió en el horizonte. Miré hacia la pared, a mi espalda, y vi que la bombilla estaba encendida y que a su luz había acudido una salamandra que permanecía quieta, imperturbable, al acecho. Cada cierto tiempo, a intervalos de pocos segundos, efectuaba una sacudida unitaria que, como un latigazo, la involucraba completamente y la devolvía al instante anterior. Entonces pensé lo que ahora anoto: que esa es la imagen más certera para el artista, para el escritor, especie de saurio que vive en un continuo estado de alerta para alcanzar al vuelo y hacer suya cada ocurrencia pasajera, cada azar y cada signo, el barro hostil de las cosas, la materia huidiza de la vida.