sábado, 28 de diciembre de 2013

KOSTA

Lo conocí en una entrega de premios de poesía, allá por el año noventa del pasado siglo: él había obtenido el laurel y yo había quedado a continuación. Luego coincidimos en algún encuentro de vates con toda la vida por delante, en algún recital empapado de alcoholes primaverales, en alguna cena de ilustres medradores donde no pintábamos nada y en un viaje a Madrid de una semana, propiciado y costeado con dinero público. Era increíblemente locuaz, genuino, categórico, y se sabía tocado por una chispa de talento o de genialidad que, en la poesía como en la conversación, atisbaban en él la estatua de un maldito irredimible. Muy pronto supe que detrás de su máscara sorprendente y mordaz, casi divina -rimbaudina y wildeana a partes iguales-, alentaba una sensibilidad exquisita, con reminiscencias clásicas difíciles de pautar, pero abocada tal vez a su disolución por no venir arropada de un método o de una voluntad constante, elementos indispensables para afirmarse en una Obra. Abandonó las aulas universitarias echando pestes, trabajó en una cuadrilla de albañiles a los que descubrió la música de Mozart o las ideas de Platón, anduvo en Cambridge estudiando inglés y fregando platos, buscó la pista de Wittgenstein y descubrió a Owen, y, acto seguido, sin transición, recaló en Marrakech, ciudad donde existe y subsiste desde hace un lustro.
Hay amistades que el destino sella con una cualidad perdurable, pese a los silencios y las distancias que dispone la vida.
Ayer vino a comer a casa.

1 comentario:

Anónimo dijo...

http://perfeccionincreible.com/2014/01/06/a-pedro-lopez-martinez/