martes, 1 de noviembre de 2011

LA DESPEDIDA

Ese día bajábamos al cementerio en pandilla, adelantando con el ansia viva de nuestra impaciencia a los grupos de mujeres oscuras que cargaban con los tiestos de flores para sus muertos. El aire festivo iba adquiriendo sensaciones sombrías, de una gravedad casi adulta, mientras dejábamos atrás esa gran puerta de barrotes de hierro y nos fundíamos con el olor funerario de los cirios y con la tristeza infinita de los ramos. Nos perdíamos en el laberinto de callejuelas curioseando de nicho en nicho, penetrando en el misterio de cada lápida, de cada nombre, descifrando el paréntesis entre dos fechas definitivas, tratando de averiguar el rostro del enterrado en una fotografía que de repente se mostraba más antigua que el mundo. Una fijación mórbida se apoderaba de nosotros si advertíamos la imagen pura de un joven, de un niño, de un bebé, porque en aquel tiempo creíamos aún, desde la insolencia de la edad, que la muerte se asomaba solamente a los ojos hundidos de los viejos.
Ese mismo día pudo venir conmigo al cementerio aquel primo con quien soñé por última vez la semana pasada, aquel de quien me despedí una tarde de domingo sin sospechar que me despedía para siempre, aquel que se despidió en los salones de mi boda sin sospechar que se despedía para siempre. El 4 de diciembre próximo se cumplirán diecisiete años.

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