viernes, 14 de octubre de 2011

CAQUIS

Mi abuelo Pedro dedicó su vida a trabajar la tierra, sea la que algún señorito le cedía en usufructo compartido, sea la que con tesón humilde y laborioso pudo al fin tomar en propiedad. Lo recuerdo ya viejo montado a lomos de su burra, avanzando en la estrechez de una calle por la que no cabía nadie más que la figura indivisible del hombre sobre el animal, todavía solemne en su atalaya después de una jornada extrema en la que siempre hacía mucho sol o mucho frío. A menudo portaba en perfecta promiscuidad alguna muestra de las hortalizas que él mismo hubo sembrado y arrancado, un vergel apetecible que hoy siento antiquísimo y que sin embargo esplende y respira en mi memoria con el reguero de aromas y colores que dejaba a su paso. En su huerto había construido una pequeña casa con un patio exterior al que daba sombra la frondosidad de las parras, por cuyos troncos retorcidos veía yo deslizarse las lagartijas. Detrás, casi en la linde, junto a media docena de melocotoneros y algún manzano, triunfaba de año en año la promesa anaranjada de los frutos más exóticos, esos que solo alcanzaba la altísima mano de mi padre y que se nos ofrecían como un don escaso, con la textura dulce de sus lenguas. Es una asociación inevitable: cada vez que como caquis me acuerdo de mi abuelo Pedro.

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