jueves, 20 de octubre de 2011

AÑOS DE VIDA

De todos los miedos que he conocido, no sé de ninguno que se asemeje más al terror indescifrable de una pesadilla que el que me zarandeó aquella tarde. Salí de casa con Federico, mi hijo, que entonces contaba unos seis años, para buscar el coche aparcado en una calle próxima y conducirlo a las instalaciones del colegio, adonde acudía una o dos veces a la semana para realizar su actividad extraescolar, deportiva. La puerta del edificio se cerró con estruendo a nuestra espalda, y yo, mientras avanzaba por la calle peatonal, me puse a consultar algo en la agenda. Cuando a los pocos segundos se elevaron mis ojos -con la inercia protectora que nos vence a los padres de hoy- mi hijo ya no iba por delante de mí ni tampoco venía a mi lado ni por detrás: simplemente había desaparecido del dominio de mi vista y todo mi cuerpo se suspendió en una especie de tensión infinita. Corrí los quince metros que me separaban de la calle que cruza perpendicular, a esa hora con escasa circulación y casi desierta de viandantes, y miré ansioso, a derecha e izquierda, por encima de la hilera de coches estacionados. Ni rastro. No puede ser. Era como si se lo hubiera tragado la tierra, o como si... Seguí corriendo y pronunciando su nombre. ¡Mierda! Era como si alguien que pasaba lo hubiera introducido rápidamente en su vehículo y... Me incliné para mirar debajo de todas las ruedas, un coche tras otro, a lo mejor se le había ocurrido gastarme una broma... Nada. Grité su nombre, corrí de un lado a otro de la recta, cincuenta metros, luego cien, gritando, sudando, creo que algunos vecinos a los que mi pánico no podía ver se asomaron a las ventanas de sus casas con esa estúpida cara de complicidad que ponen los curiosos ante una tragedia. Supongo que mi desesperación no duró más de tres o cuatro minutos, acaso cinco, pero la recuerdo como un fragmento de eternidad, como si todavía, al recordarla, se ensañara en mi pecho. Derrotado, fuera de mí, me hallé de nuevo a la puerta del edificio y vi que su madre, desde el balcón, me hacía señales y me decía que el niño estaba en casa, que había vuelto a subir porque no me encontraba. Después supe que se metió por el paso angosto que se dibuja entre la pared de un muro y una de esas casetas de hidroeléctrica, y mientras yo la rebasaba por fuera, buscándolo, él la rodeó de vuelta para reencontrarme a mí, y no me vio, y desanduvo lo andado.
Esa tarde tuve la certeza de haber perdido varios años de vida.

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