sábado, 22 de octubre de 2011

CAÍN SEGÚN SARAMAGO

Inicié su lectura y la interrumpí por la mitad hace exactamente dos años, en un momento muy difícil de mi vida, extraviado en un laberinto lleno de azules y de rojos, de paso por un apartamento alquilado. Era entonces la novela más reciente de José Saramago, de quien yo solía leerlo todo con una voracidad inmediata, y ha terminado siendo, a la postre, la última de las quince nacidas de su ingenio en apenas tres décadas. Murió el hombre, y yo me resistía a apurar de una vez para siempre ese sorbo de felicidad que supusieron sus páginas; así que fui aplazando la versión de Caín hasta la madrugada del jueves, cuando desperté insomne y, sin premeditación, me fui derecho al estante y recomencé lo que había dejado en suspenso. Mientras leía los dos primeros capítulos en el silencio de la casa, sentí como si el propio autor me los estuviera susurrando, y sonreí con él las ocurrencias de aquel narrador único, como el fragmento donde refiere el regreso de Dios al paraíso con el propósito de enmendar un defecto de fábrica: se le había olvidado ponerles el respectivo ombligo a sus criaturas. Este fin de semana me lo acabo.

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