lunes, 28 de abril de 2008

EMMA Y YO

Hay en la relación con el libro una pulsión erótica que el lector común satisface naturalmente, sin más artificio ni accesorio que el que le procuran los signos escritos sobre el papel, mientras que el bibliófilo prefiere recrearse en detalles de apariencia nimia o atizar coincidencias morbosas para sublimar en ellas su particular paraíso. A menudo registro y comparto evocaciones sobre el olor con que nos impregnó determinado libro en su primera lectura; sé, incluso, de algún que otro artículo que constata la pervivencia sensual de extrañas conexiones entre nuestro recuerdo de una novela leída a tal edad y el tacto o el color de su cubierta, el efecto indisociable de la música que sonaba de fondo o los recovecos exactos de la estancia en que devorábamos sus párrafos. Ninguna vinculación es arbitraria, al menos en las redes que teje la memoria, y, en el caso de los libros, sospecho que ese rastro anexo que los fija en el recuerdo de quien lee y que es reflejo fiel de su intimidad de antaño, se erige en el garante ulterior del reencuentro cómplice, en eso que llamamos relectura.
En la primavera de hace tres lustros pernocté en una celda de un piso de estudiantes sito en un viejo edificio de la calle de Correos, popular mote que hoy ya ha perdido legitimidad. La ventana del cuarto daba al patio de luces donde algunos vecinos colgaban la ropa lavada o se asomaban a fumar el cigarrillo más triste que fumarse pueda. Yo no hacía vida en el piso; por la mañana me marchaba a desayunar con mi novia y con mi novia me quedaba hasta la hora de comer y con ella seguía hasta después de la cena, y entonces regresaba, los compañeros casi nunca estaban, así que me daba una ducha y me refugiaba en el cuarto, a leer y a dormir. Me recuerdo bajo la luz del flexo, ora desnudo sobre la cama, leyendo, ora persiguiendo algún mosquito con aptitud sauria, mas nunca olvidaré dos de los títulos que allí despaché: La fuente de la edad, una mágica invención de Luis Mateo Díez, y la tantas veces aplazada Madame Bovary, de Flaubert. Ésta, en concreto ésta, no consigo recuperarla sin que a los desafíos adúlteros de Emma se solape la perplejidad que presidió mis madrugadas en aquel patio de vecinos: ignoro si ejercía cualquier suerte de prostitución, pues aquel derroche de fogosidad siempre me pareció impostado, pero lo cierto es que la misma garganta de la misma mujer -a él o a ellos jamás se les oyó- se deshacía en gemidos lúbricos y en explosiones inequívocas, no una sola, sino varias veces en el transcurso de cada noche de las diez semanas que me tocó pernoctar en aquel viejo edificio, calle de Correos.

5 comentarios:

carmen dijo...

Como todos tus textos literarios, magnífico, pero por qué una mujer que expresa su satisfacción sexual es sospechosa de puta o comediante?.
Hay que superar a esa Enma cargada de pecado cuyo destino es el suicidio y que muere entre horribles padecimientos no sin antes besar el crucifijo. Ya no hay Enmas (o no debería haberlas)

Miguel Ángel Orfeo dijo...

Si "a él o a ellos jamás se les oyó", es porque la Enma del libro de luces era la única protagonista del patio que te estabas leyendo con los cinco sentidos. Aunque no queda claro si con la sobreactuación has pretendido hacer paralelismos (lo cual supondría una crítica a Flaubert), me ha parecido de nuevo, Pedro, un excelente relato metafictivo.

Pedro López Martínez dijo...

Ejem... esto... bueno... lo que yo... no sé si... vale. Es posible que se me haya extraviado la corrección política al aventurar que ignoraba si era o no prostituta, ha sido una deducción seguramente salpicada de machismo, no lo sé; el caso es que, según lo que yo he podido averiguar por razón de observación y experiencia, esos arrebatos, incompatibles con la buena vecindad, repetidos hasta en cuatro o cinco tramos intermitentes cada noche, y una noche tras otra noche, no se me ocurre que entren dentro de lo que yo llamaría la normalidad de una mujer en el libre y saludable ejercicio de su sexualidad. Pero acaso estoy equivocado, Carmen, y comparto contigo que no debería haber Emmas, pero es un hecho que las hay, y por tanto también habrá algún Charles Bovary.
Tu apreciación, Orfeo, incluida la ingeniosa pirueta en la inversión consciente "patio/libro/luces", supera en mucho mis modestas pretensiones en esta entrada. El paralelismo entre una Emma y la otra, entre la real y la novelada, es evidente, era necesario para destacar la perdurabilidad de aquella lectura. Y si lo has leído como un "excelente relato metafictivo", bendito seas, amigo, y yo me congratulo de tu receptividad para con mis retales.
Salu-dos!!

Sebastián Mondéjar dijo...

Permíteme que sea un poco malo, Pedro, y me quede con esa imagen tuya bajo la luz del flexo tal y como tu madre te trajo al mundo: no puedo dejar de imaginarme los efectos que en aquel desguarnecido y natural estado pudieron en algún momento ocasionar aquellos lúbricos gimoteos sobre tus cinco (o seis) vigorosos y jóvenes sentidos. ¡Lo siento, amigo!

Pedro López Martínez dijo...

"Desnudo sobre la cama", leyendo a una Emma y escuchando a la otra... ¡Es lo natural, amigo!
(Caramba, ahora entiendo mejor en qué se sostiene el misterioso rescoldo de este recuerdo solapado).