lunes, 5 de diciembre de 2016

JUAN MARÍA MUÑOZ

Gano el pasillo con mi brazada de libros y papeles y de repente lo adivino ahí, aún más disminuido por la edad, de espaldas en el despacho de la secretaria, solicitando tal vez algún documento que le piden en otra parte para solventar cualquier asunto administrativo. No puedo verle el rostro, pero por esa premura de las intuiciones que reinan en el subconsciente no me cabe duda de que es él.
Fuimos colegas en este mismo instituto hace más de tres lustros, diría que casi amigos. Luego perdimos contacto: a mí me mandaron a otros destinos y cuando regresé él ya no estaba; al parecer le habían concedido la baja indefinida o se había prejubilado o qué sé yo. Nadie me supo informar a ciencia cierta, quizá porque siempre fue muy celoso de su privacidad y no quiso dejar ninguna pista sobre su paradero y circunstancias. Lo que sé es que no volvería a pisar este centro.
Paradójico sibarita de izquierdas, Juan María fue quien me contagió el benévolo virus Saramago, una lectura para mí imprescindible que completé con creciente entusiasmo en las postrimerías del siglo pasado, un enorme fabulador del que, desde entonces y hasta su muerte, aguardé fiel cada nueva entrega. Un día, el colega me comentó que se había matriculado en un curso que duraba tres jornadas de junio, me suena que en Cádiz, curso al que acudiría en persona el mismísimo Nobel de las letras portuguesas. A su regreso, tomándonos sendos cafés, me confesó en voz baja que en realidad no hubo tal curso, que se suspendió por enfermedad repentina del protagonista, pero que él, aunque había sido informado con tiempo de sobra, no le dijo nada a nadie y no canceló el billete ni la reserva de hotel, y allá que se fue. Así que volvió contándole a todo el mundo un viaje inventado; incluso se permitía la licencia de un supuesto encuentro casual y una lúcida conversación de barra con don José, y todos lo creían: maravillosa anécdota que a mí me inspiró uno de los relatos más agradecidos de cuantos participan en el volumen La sonrisa del ahorcado.
La antigua delgadez de Juan María viene a mi encuentro y nos damos un largo abrazo en medio del pasillo, henchidos de esa virtualidad emotiva, tangible, que a veces saben cobrarse nuestros sueños.

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