lunes, 12 de diciembre de 2016

MALDITOS POPULISMOS

Las civilizadísimas naciones del mundo establecido se están llenando de populismos, esto es, de líderes políticos o de visionarios sin licencia que saben contarle al pueblo llano la película que el pueblo llano quiere o necesita oír.
Es una obviedad que a menudo lamentan los que llegaron primero a los democráticos escaños y a las aterciopeladas poltronas del poder, y también, de rebote, a los consejos de administración de las empresas que cotizan en bolsa. Hacen aspavientos y se rasgan las vestiduras y ponen el grito en las celestes alturas, porque, al parecer, aunque los populistas cobran la apariencia de partidos con estatuto interno y se someten a la sentencia de las urnas, no hay que confundir a los votantes: en realidad se trata de unos radicales movidos por el oscuro propósito de dinamitar el sistema y de tirar por la borda los importantes logros alcanzados, así como el estado del bienestar e incluso el bienestar del estado. Los populistas, en fin, son una amenaza sin precedentes para el espíritu de consenso y moderación del que brotó cuanto tenemos y gozamos, y un avispero de separatistas que pone en peligro la unidad del gran país que somos, una noble conclusión que nadie osará tachar de populista.
Como no me fío de mis intuiciones -en toda intuición puede anidar un prejuicio-, consulto el Diccionario del Español Actual (1999) y me doy de bruces con la escueta definición de populismo: “tendencia a prestar especial atención al pueblo y a cuanto se refiere a él”. No conforme, me voy al de la Real Academia Española en su versión de 2001, que ni siquiera recoge el término populismo, pero sí populista: “perteneciente o relativo al pueblo”. ¿Solo eso? ¡Cuán lacónicos y desabridos son los lexicógrafos y lingüistas...!
Sin embargo, oyendo a los casposos tertulianos de la TVE en versión 24 Horas, a los estreñidos portavoces de las diversas fuerzas del Congreso y a los politólogos de quita y pon que colonizan las emisoras de radio, sí es populismo afirmar, por ejemplo, que la Constitución del 78 no se cumple igual para todos los ciudadanos y que no sería ningún pecado modificar lo que debiera modificarse; o decir que los gobiernos sucesivos no respetan los acuerdos internacionales sobre la inmigración de personas; o recordar que el trabajo digno y la vivienda digna y las ayudas a la dependencia son exigencias recogidas en la Declaración Universal de los Derechos Humanos, no articulillos marginales de la Carta Magna o caprichitos de un sistema determinado.
En cambio, para esos mismos sabios que vocean su sapiencia y se congratulan de serlo, no es populismo prometer generosas bajadas de impuestos en campaña electoral (y luego hacer lo contrario); ni es populismo abusar en su discurso mitinero de palabras como España y los españoles y las españolas, atizando así el glorificado sentimiento de la pertenencia más exclusiva y excluyente; ni es populismo despreciar a los millones de ciudadanos que se dejan llevar por su democrático descontento y acuden un domingo, ingenuos, a un colegio de barrio para dejar caer en el montón su papeleta populista.
Hoy día, el mayor de los populismos consiste precisamente en desautorizarlos.

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