martes, 10 de marzo de 2015

EL ORO DE LOS PADRES

Se conocieron en el mismo pueblo que los vio nacer. Ella probablemente acarreaba un cántaro de agua de la fuente; él quizá pasaba por allí, llevando del ramal un burro con una carga de leña.
A finales de la década de los cincuenta, la vida aquí no era fácil, y los muchachos y muchachas abandonaban los lápices y los pupitres para ayudar a la familia; daban el salto de la niñez a la juventud sin un atisbo de adolescencia.
El noviazgo debió de ser como los de entonces, con anocheceres a la intemperie de la puerta de la casa de ella y con pudorosos escarceos cuando hubieran transcurrido los tiempos del cortejo.
Luego a él lo llamó la imperativa voz de la patria y permaneció dieciséis lunas completas acuartelado en el norte de África, instruyéndose en la virtud de la paciencia, escribiendo esforzadas postales y cartas, asimilando el código de las arbitrariedades castrenses, añorando su ayer, soñando su mañana. Ella esperó, como sucede a veces en las películas y en los libros, ocupada en labores que la avejentaban sin remedio, antes aún de alcanzar la mayoría de edad.
Los separó de nuevo la brecha de la emigración; hasta que celebraron boda según los usos y al poco se marcharon juntos para progresar en los campos de viñedos del sur de Francia. Aquellos fueron, dicen, los mejores años.
Volvieron al lugar de sus raíces y con los ahorros pagaron la vivienda, compraron algunas tierras de cultivo, administraron una taberna durante un lustro y más tarde una tienda de bebidas y comestibles que les duró hasta la jubilación.
Entre tanto, alumbraron un hijo y una hija, y pudo haber otra más que les nació muerta. Peseta a peseta, con el empeño y la fe que atesoran los humildes, levantaron la casa que hoy habitan, sacrificaron cualquier lujo para dar estudios a los suyos, entraron silenciosamente en la edad de los achaques y los fármacos.
A menudo los doblega el orgullo de haberse hecho a sí mismos, de no tener que agradecer herencias (al contrario: más bien duelos y quebrantos).
El cura los casó un diecisiete de diciembre muy lluvioso, hace medio siglo. El otro día, para conmemorarlo, reunieron en un restaurante a sus dos hijos y a sus cinco nietos y a sus consortes respectivos. Preguntados, no hallaron las palabras que supieran expresar el secreto.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Como no hay palabras para expresar la emoción de leerlo.

Juan Ballester