Es condición de los diarios que se escriban en caliente, con el estímulo todavía a flor de piel, abonados a esa deliciosa inmediatez de lo que se sabe y se quiere fragmentario. Y así van coloreando poco a poco el cuadro de la memoria.
La autobiografía, en cambio, se abastece de distancias, de perspectiva, de estructura, lo que garantiza la unidad de las partes en relación al todo. Para escribir la autobiografía hay que tener ya una percepción mítica de la propia vida, que será entendida como un Destino en el que cada pieza fue cumpliendo su función orgánica. También hace falta esa inquietud anacrónica, esa motivación casi póstuma que empuja a reconstruir los recuerdos a través del lenguaje, ese resorte de la voluntad que al mismo tiempo se muestra autoindulgente con el propio pasado.
La paradoja está servida: es muy raro que tales condiciones permanezcan a cierta edad, justo a la edad en que el grueso de la vida quedó atrás y ya parece legítimo pensar en escribir la autobiografía.
sábado, 13 de septiembre de 2014
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