martes, 16 de septiembre de 2014

EL FILÓSOFO

El bachillerato que estudié constaba de tres cursos, y justo en el último me enteré de que podía optar entre Religión (dos horas semanales con visita en el aula del cura del pueblo) y Ética (dos horas que nunca se sabía quién iba a impartir, ni dónde). Para variar, atendiendo a incipientes convicciones anticlericales y a un instinto romántico de rebeldía, mis dieciséis años trazaron la equis en el cuadrito de los que acabarían con sus huesos en el infierno.
Al principiar octubre, con el comienzo de las clases, arribó un joven profesor de Filosofía que casi de inmediato se ganó el más socorrido de los apelativos posibles. Lo recuerdo muy blanco de piel, con lagunas imberbes en la cara, físicamente frágil. Era despistado, ocurrente y distante, y no ocultaba su pizca de soberbia o de prepotencia doctoral. Cultivaba ciertas excentricidades que, fuera y dentro del espacio docente, a los muchachos de aquel tiempo se nos antojaban inseparables del ejercicio filosófico. Usaba el novedoso look de un cordón para sujetarse las gafas por el cuello, y calzaba zapatillas rojas. No sé si venía de Madrid, pero algo en él expresaba ascendencias gallegas. Se llamaba Ricardo, y aquel curso yo fui su único alumno de Ética de tercero de BUP.
Dos veces a la semana nos citábamos en un cuchitril bautizado como departamento de Filosofía. Me procuró tres libros, uno por evaluación, para que los leyera allí mismo y luego le entregara un trabajo. De La metamorfosis de Kafka, el primero de ellos, dijo que nadie debería abandonar un instituto sin conocer esa historia. El extranjero de Camus, que se ha convertido en una referencia constante a lo largo de mi vida, me obligó a leerlo en francés porque no tenía otra edición a mano. Y también trabajé El marxismo como moral, un pequeño ensayo de López Aranguren.
En aquellos encuentros apenas hablábamos: yo tomaba notas de mis páginas y él se dedicaba a sus cosas. Sin embargo, en algún lugar quedará escrito que tenía que ser él, que de hecho fue él quien me mostró el camino hacia Kafka y hacia Camus; que fue él quien me reveló por vez primera y con cierto apasionamiento la pareja conceptual apolíneo/dionisíaco; que fue él quien puso la magia de las palabras a la anécdota de Nietzsche abrazando un caballo en medio de la calle. Tal vez para él fueran trivialidades escolares, actos irrelevantes en un minuto extraviado; pero ahora forman parte indisociable de mis querencias, de mi ser emocional e intelectual, de mi vida.
Los profesores no tenemos idea de las luces que vamos encendiendo.
Han pasado tres décadas, temía haber olvidado estos detalles.
De aquel Filósofo no he vuelto a saber nada.

No hay comentarios: