miércoles, 4 de junio de 2014

LA CASA ROTA

En las callejuelas de mi infancia, en el pueblo, por las noches no se encendían luminosos y coquetos faroles de forja, sino frágiles bombillas que colgaban de la intemperie de sus hilos para alumbrar apenas un trocito de pared que en verano se llenaba de salamanquesas. Muchas de esas calles eran aún de tierra, pues a ningún edil se le había ocurrido extender una capa de cemento o adoquinarlas para paliar los charcos de barro que se formaban cada vez que caían cuatro gotas. En ellas abundaban las casas viejas, las casas deshabitadas, los casones de varios herederos que se derrumbaban pedazo a pedazo, día tras día, ante la indiferencia o la complicidad de los vecinos. Entre estas casas hubo una que yo siempre conocí en ruinas, una montaña de escombros e inmundicias que nadie limpiaba, y a cuya planta de maderos podridos, visiblemente combados, accedíamos los muchachos cuando nos daba la gana, como un reto temerario, por el simple gusto de probarnos. Era aquella una visión que hoy, desde la distancia de los años, se asemeja a las imágenes de guerra que emite la televisión, filmadas tras un bombardeo en Cisjordania o en la franja de Gaza o en cualquier ciudad del Oriente Próximo. De tarde en tarde alguien se clavaba una púa oxidada y había que llevarlo de urgencia para que le pusieran la inyección del tétanos; a menudo emergía alguna rata enorme que, asustada de nuestras pedradas, corría por los techos con el rabo muy tieso, buscando refugio. Este escenario se ganó para todos el nombre honorífico de "la casa rota", un sintagma con vocación de título que durante mucho tiempo, después, ya lejos de esas calles y del pueblo, ha atizado misteriosamente mis secretas tentativas de ficción.    

1 comentario:

Juan Ballester dijo...

sigue, coño, que ya estamos embelesados