miércoles, 25 de junio de 2014

LA BICICLETA DE ULRICH

Aunque nunca pedaleé con calzón ajustado y camiseta refractante, aunque nunca me serví de ningún casco reglamentario ni sucumbí a la moda de depilarme las piernas, recuerdo el tránsito de mi adolescencia como una travesía al aire libre de la bicicleta.
A montar aprendí tarde, a eso de los doce o trece años, aquel verano que se me ocurrió rescatar de su herrumbre la que mi tío abandonara en el corral, bajo el caserón de mi abuelo. Era una bici antigua, de cuadro grande, y con la inolvidable particularidad de que sus pedales rodaban fijos, de modo que en los descensos tenía que separar las piernas para que ellos siguieran a lo suyo. Tampoco tenía frenos, no al principio, así que las urgencias se solventaban colocando la suela entre el tubo de metal y la cubierta trasera. Le cambié el manillar por otro que encontré entre los escombros de la Casa Rota, uno de aquellos manillares que semejaba unos cuernos del revés y que encogía mi cuerpo hasta lograr una postura de auténtico velocista. Cualquier tarde la pinté de verde, con un novedoso spray, y poco a poco me convertí en mecánico: a veces, tres o cuatro al día, el pedal se desajustaba del plato y yo tenía que desmontarlo entero para volver a colocar las minúsculas bolitas que constituían su engranaje íntimo. ¡Cuántos kilómetros de gozo pude recorrer sobre su lomo!
Tiempo después, con el dinero que ingresé en un concurso literario, tuve la liberalidad de regalarme una bicicleta totalmente nueva, de marca, dotada de siete velocidades; lleva lustros languideciendo de polvo en la casa de mis padres, allá en el pueblo. Casi por las mismas fechas, hacia el año 93, compartí piso con un muchacho tedesco que había venido a Murcia a completar estudios. Su nombre, Ulrich. Era alto y feo y de bondad incomparable. Lo primero que hizo fue agenciarse una bici para acudir a sus clases de filosofía, en el campus de Espinardo. Cuando acabó el curso me la ofreció al justo precio de cinco mil pesetas, pues no podía cargar con ella hasta Alemania. Ocasionalmente la he usado para desplazamientos cortos, por la ciudad, pero hace una larga temporada que no la toco. El lunes, en uno de sus arranques, Federico decidió rehabilitarla y la sacó del trastero.    

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