sábado, 21 de junio de 2014

LA GESTIÓN DEL ORGULLO

El jueves diecinueve de junio fue, sin duda, un día histórico, al menos para España y los españoles. Los días sin duda históricos son los que enhebran las páginas de los libros de Historia con mayúscula, así que al principio dan mucho que hablar y después tienen todo el tiempo del mundo para dar mucho que pensar. Son días revestidos de una pompa protectora, en los que todo parece suceder como si estuviera escrito por la mano firme del destino (esto es, de antemano), dejándose arrastrar por esa inercia ceremoniosa, previsible y anacrónica de los cuentos de hadas. Sobre la alfombra estricta de las reglas de protocolo, la voz grave lee cláusulas legales, los micrófonos del atril expanden discursos pretendidamente históricos y la selecta concurrencia, citada al efecto, ovaciona con unánime derroche de adhesión y lealtad.
A mí siempre me ha interesado la secreta mecánica de las adhesiones. Desde que vi los primeros partidos de fútbol o acudí al primer mitin por el cambio del 82, me intriga sobre todo la presunción vana que hace nido en los himnos, en los escudos y banderas, el orgullo gratuito que la nutre, el cerrilismo excluyente en que a menudo se desboca. Me inquieta esa especie de contagio colectivo cuyas razones ya vienen dadas, por la vía de peregrinas heredades, y tan solo se justifican según dictan atavismos ancestrales y honorables querencias que germinan en la identidad de la tribu. Cruzo los dedos ante las manifestaciones nacionalistas, regionalistas o localistas, de la estirpe que sean; descreo de los credos ultramundanos que humillan a conciencia la naturaleza del hombre y la mujer; me abochornan esas efusiones y delirios presuntamente deportivos que de tarde en tarde toman las fuentes públicas de ciudades muy modernas.
Peor aún cuando algunas eminencias orgullosas pretenden hacernos partícipes, embaucarnos en la red exclusiva de su orgullo, gestionar lo que también a nosotros ha de conmovernos como a ellos. Y quieren convencernos, aunque no hayan leído a Blas de Otero, de que debemos estar muy orgullosos con nuestro orgullo. Y nos miran con una mueca de decepción o de velada sospecha. Y acaban desdeñándonos como a bichos raros que no saben estar a la altura ridícula de sus pasiones o de su documento nacional de identidad.

1 comentario:

Juan Ballester dijo...

Todo eso te pasa por ser del Barça y no del Real Madrid. Ainssss, como dicen ahora los alumnos...