lunes, 9 de enero de 2012

MODERN TIMES

Cada vez que llegan estas fechas -y llegan con la estricta periodicidad del calendario-, las imágenes de la urbana muchedumbre entrando a empellones en las dependencias de una tienda de ropa se asoman a los informativos de las televisiones para proclamar la inauguración de las rebajas. Pese al discurso de novedad que quieren imprimir los locutores, la escena es todos los años la misma: una cámara fija, dentro del local, enfocando a la verja y a las puertas de cristales que cierran el paso a la multitud, a una distancia panorámica y a la altura de dos cuerpos (quizás desde media escalera). De pronto el mecanismo se activa y decenas de individuos acceden por esa especie de embudo, dificultosamente, con alguna que otra zancadilla y algún que otro codazo, hasta ocupar el templo de su fe y acechar tras los expositores y disputarse cada prenda. El otro día, en el centro de Madrid, pude ver con mis ojos una cola civilizada de personas que se aprestaban a pasar la noche a menos de tres grados centígrados; su objetivo, según he sabido luego, era convertirse en uno de los pocos agraciados que a la mañana siguiente, desnudos (salvo el calzoncillo o la braguita), ocuparían a toda prisa el comercio para llevarse sin coste alguno cuanto pudieran saquear y ponerse encima.
Esa cámara que anuncia las rebajas me trae siempre a la memoria aquella otra de Chaplin que supo inmortalizar, en menos de diez segundos y en inteligente sucesión, el invariable atropello de un rebaño de ovejas y la entrada de los obreros en la fábrica donde eran explotados. Si aquellos de la película de 1936 se dedicaban a producir en beneficio de una industria, los de la imagen fija de los grandes almacenes se aprestan a consumir en beneficio de otra industria, lo cual comprende el principio y el fin últimos de la cultura que vivimos. Lo que no cambia en ningún caso es la interpolación subliminal del rebaño.

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