lunes, 6 de junio de 2011

LOS ALBARICOQUES

Llega este tiempo con sus amaneceres tibios y con su luz nueva que se anticipa al verano del calendario, y es como si a uno le destaparan el frasco de las sensaciones adormiladas y todas se fundieran en la nostalgia unívoca de una imagen, de un sabor, de una cultura que se aleja.

Ya en la primera edad, pero sobre todo en la adolescencia, los muchachos salíamos a los caminos que dibujaban la huerta -aquella huerta de la que se alimentaba aquel pueblo- para alcanzar como un regalo la primicia del fruto verde, su textura de cáscara agria. Poco a poco, los árboles se iban cargando de jugosas bolas amarillas que de un día para otro pretendían disfrazarse de rojo, y entonces a los muchachos dejaban de interesarnos porque ya había desaparecido la emoción de las primeras veces, esa inquietud de novedad cíclica que infaliblemente regresaba año tras año. Mientras maduraban en lo alto de las ramas, nosotros, los de entonces, raspábamos los huesos para fabricar silbatos o nos pasábamos las horas muertas de la siesta ensayando con ellos juegos austeros sobre las baldosas, juegos fáciles como el de las tres en raya, u otros que la fragilidad de mi memoria habrá extraviado en las galerías del olvido. Durante una o dos semanas, muchos chicos de catorce o quince años dejábamos de acudir al colegio para ayudar a nuestras familias en la tarea de la recolección, pues los precios que las conserveras ofrecían a través de sus intermediarios nunca fueron los más justos para salvar la temporada del pequeño productor, y, por contra, los jornales seguían subiendo y subiendo.

Cuando viajé a otra ciudad con la excusa de mis estudios, mi padre continuó acudiendo sin descanso al reclamo de sus árboles, continuó adelantándose a la luz de la mañana y transitando los caminos de la huerta en esos amaneceres tibios que colman mi evocación de tantos junios. Hoy contemplo el cesto lleno con los "abercoques" que sus manos, las manos de mi padre, han traído a mi mesa y amarillean sobre el mantel, y siento en una ráfaga de sentimientos la verdad marchita de su encanto, la promesa efímera de las labores que ocuparon aquel tiempo.

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