sábado, 14 de febrero de 2009

MI PRIMER RECUERDO


In memoriam

Todos guardamos un primer recuerdo, todos hemos perseguido y propiciado en secreto la pervivencia casi mítica de algún suceso, o su imagen perdularia, del que ya ni siquiera estamos seguros, y lo hemos alentado y corregido sucesivamente hasta convertirlo en la ficción más verosímil de nuestra necesidad de haber sido, o de seguir siendo aún, a través de ese yo remoto, definitivo y proverbial, con que nos engaña la memoria.
En mi destello más antiguo yo soy un niño de tres inviernos detenido en medio de aquel cuarto donde estaban mi cama y la cama de mis padres, en aquella casa –número veintidós, calle del Palomar- que tenía un bajo y dos plantas y que, si ahora me lo propusiese, podría reconstruir palmo a palmo con los ojos cerrados. De pronto, en el recuerdo del recuerdo, alguien sube con esfuerzo el primer tramo de escaleras hasta llegar al descansillo, alguien a quien miro y que me mira con esa paralizada extrañeza de la simpatía inmediata: tiene el pelo corto y rubio, apenas rizado, y una expresión neutra a la par que firme en su determinación de no pasar adentro mientras nadie se lo ordene. Entonces mi madre, que está mullendo en ese instante los colchones de lana, se asoma y me pregunta con misterio mal fingido si no sé quién es ése, y en el mismo tono me conteste si no sé que es mi primo, que se llama Fede como mi padre, que ha vivido hasta hoy en el barrio de Los Pinos y que se acaba de mudar con los suyos a una casa en alquiler que queda justo frente a la nuestra. Él se desinhibe y se acerca para besarla, y luego me coge de la mano y me arrastra escaleras abajo, y con él cruzo los dos metros de calle por donde apenas cabe un coche, y entramos en un portal oscuro y profundo, y de ahí, a tientas, otra vez por una larga pendiente de escaleras hasta ese hogar suyo que siempre he concretado en el olor perenne al tabaco de hoja picada que su padre, hermano de mi abuela, consumía con ese deleite aristocrático que los ojos del niño mitifican y animan.
Éste es mi primer recuerdo, y, por lo mismo, el más incierto; pero también el más fiel, el más preciso en lealtades que uno nunca elige y que a menudo nos convierten en reos de nuestro pasado. Y es que durante los últimos años esa lejana escena de la infancia se ha erigido poco a poco entre las otras para constituirse en el enigma inopinado, o en el insospechado vaticinio de una fatalidad con día y hora en el calendario de los hombres. Si es verdad, me digo, que nuestros destinos están escritos, si es verdad que tan sólo nos limitamos a ejecutar un guion que nadie nos consulta, entonces puedo ahora entender que en la persistencia contumaz de aquella imagen estaba ya deletreado el germen, y estaba la consumación de un desenlace acontecido veinticinco años después, como necesariamente estaba cada uno de los encuentros y de los desencuentros, y cada olvido, y cada adiós, hasta desembocar en la vileza expresiva de estos párrafos que hoy perpetro –quizá por él, sin duda para mí- con esa necia vocación notarial en que acaban disolviéndose los rendidos versos de las elegías.

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