martes, 2 de julio de 2019

Stefan Zweig nunca defrauda mis expectativas. Sus historias, por lo común de extensión media, aúnan la intensidad del cuento y la generosa ambientación y el análisis psicológico de la novela tradicional. Carta a una desconocida y Veinticuatro horas en la vida de una mujer son dos títulos que participan de ese pulso, de ese equilibrio cuyo magisterio se sumerge en los más grandes del realismo decimonónico, tal vez con Antón Chéjov a la cabeza.
Entre el domingo y el lunes despaché, tras incontables aplazamientos, la conocida Novela de ajedrez. Y lo que más llamó mi atención dispersa no fue el reclamo de ese juego para intelectuales, según se dice, ni la astucia narrativa para cruzar los sucesivos planos llevándonos de un personaje a otro y volviendo luego, sin estridencias, a la situación de partida; lo que más me agarró y me subyugó como lector fueron esos párrafos en que el enigmático señor B., tras permanecer aislado y sometido a la tortura de la soledad y a los interrogatorios de la Gestapo, mientras espera órdenes superiores bajo vigilancia de un guardián, repara en algo que al cabo conseguirá sustraer y que a la postre significará su salvación: "[...] ¡Un libro! Mis piernas empezaron a flaquear: ¡UN LIBRO! Hacía cuatro meses que no tenía un libro en las manos y ahora la sola idea de un libro con palabras alineadas, renglones, páginas y hojas, la sola idea de un libro en el que leer, perseguir y capturar pensamientos nuevos, frescos, diferentes de los míos, pensamientos para distraerse y para atesorarlos en mi cerebro, esa sola idea era capaz de embriagarme y también de serenarme. Mis ojos quedaron suspendidos de aquel bulto que formaba el libro en el bolsillo, como hipnotizados, con una mirada tan ardiente como si quisiera perforar el tejido. Finalmente no pude controlar mi avidez; involuntariamente me fui acercando. [...]"
El desenlace, significado en la última partida con el campeón del mundo de ajedrez, ya me pareció menos efectivo que esta secuencia completa.

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