miércoles, 4 de mayo de 2016

El viernes fue un día paradójico, extraño. Por la mañana terminé de pulir un poema y luego despaché asuntos de trabajo (un par de clases, una entrevista con una madre, una guardia sin nada ni nadie que guardar...). Después, por la tarde, fue inevitable desplazarme a un macrocentro comercial y asistir a los mismos ritos, a la misma desidia. Quienes me conocen saben cuánto me disgustan las tiendas, sobre todo si lo que busco es ropa o calzado. Si se trata de víveres, suelo hacerme una lista que apenas modifico y acudir en una franja horaria de escasa afluencia, preferiblemente solo, de manera que los trámites se agilicen y no pierda demasiado tiempo en ese menester. Me siento más cómodo en las librerías, rodeado de anaqueles y de lomos que me llaman con sus nombres y títulos. Volvimos tarde, de mal humor, cansados. Sin embargo, durante toda la jornada se me mantuvo constante una sensación de plenitud: tenía la conciencia clara de haber escrito el mejor poema de mi vida.

1 comentario:

Juan Ballester dijo...

A eso le llaman salud mental