lunes, 8 de febrero de 2016

Cualquier tarde de la semana pasada, mirando libros en un bazar moderno, se me ocurrió que, hace años, cuando adquiría títulos que primero colmaban los estantes de la casa y luego se amontonaban en cajas de cartón según criterios volubles, lo que de verdad buscaba en ellos, en los libros, era invertir en idílicos futuros de inteligencia y reflexión, en horas sucesivas de crecimiento y placer, en jornadas enteras de laboriosa quietud y de soledad conmigo. La paradoja es que hoy vivo en ese porvenir que entonces imaginaba y muchos de aquellos libros dejaron de interesarme o ya no están al alcance de mi mano, o el discurso del tiempo me ha enredado poco a poco con quehaceres triviales, con poderosas excusas.
No, apenas leo. Empiezo varios libros y concluyo muy pocos, o negocian su tregua interminable por un capítulo intermedio, o son tan sugerentes que decido aplazarlos para cuando sepa despacharlos con un mínimo de continuidad: este es, al cabo, el modesto paraíso que todavía se tolera mi fe.

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