jueves, 15 de octubre de 2015

Café de media mañana, en el bar de casi siempre, doblando maquinalmente las hojas de un periódico local. De pronto mi atención se fija en la noticia de un apuñalamiento a la salida de un supermercado, en una afamada zona de la ciudad que fue mi barrio en la época universitaria. Da la casualidad de que conozco a la víctima, un hombre búlgaro afincado en esta tierra con su mujer e hijos, un "artista callejero" -dice el informante- que muchas tardes y noches regala su música y su sonrisa afectuosa a quienes pasean por las calles peatonales del centro. Lo abordó un individuo que pedía limosna junto a otra mujer, y se le fue la mano. Parece que su vida no corre peligro.
Mientras vuelvo al trabajo voy cayendo en la cuenta de que ayer, poco antes de la hora del suceso, estuve muy cerca del lugar. Acababa de aparcar en zona azul, mi mujer y mi hija esperaban en la acera y yo estaba sentando a Darío en su carrito. Hacia nosotros se precipitó un tipo que, más que rogar, exigía con todo el cuerpo un euro para comer, pero cuya insistencia nerviosa denotaba otras urgencias acaso más acuciantes. Unos pasos atrás se quedó su escuálida acompañante, murmurando algo. Negué con un gesto que se resuelve a medio camino entre la solidaridad y el fastidio, y ellos continuaron su itinerario desbocado, ajenos a las personas y a las cosas, cómplices de un extravío insensato e insaciable.
No se me ha ido de la cabeza en toda la jornada. 

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