jueves, 8 de mayo de 2014

LAS DOCE EN EL RELOJ

De la amplia nómina de poetas que la crítica adscribe al grupo del 27, Jorge Guillén nunca ha sido de los que haya sentido más próximos, quizá por esa percepción afilada y hermética del verso, se diría que con aristas que cortan. Solo lo he leído en antologías, como aquella de Vicente Gaos en Cátedra, y a menudo por imperativos académicos. Recuerdo particularmente la explicación certera que del poema "Desnudo" hizo mi profesor del Curso de Orientación Universitaria, un tal Eduardo Thiers Wotton, o Theirs, argentino errante, hijo de cualquier exilio, que en mitad de su vida llegó a España -presumía de haber entrado en Europa por Florencia-, se casó, engendró, preparó oposiciones y se dedicó a dar clase de lengua y literatura.
Ayer me tocó a mí hincarle el diente a otro poema de Guillén, "Las doce en el reloj", en riguroso directo y con las esperanzas muy justitas. Fue sorprendente: mientras lo desgranaba para mis alumnos sentía que sus versos me iban alumbrando a mí, que me contagiaban lo que no había hallado hasta entonces, su esencia se me revelaba inopinadamente en mi propio discurso, era como si las palabras, en el esfuerzo inmediato de traducirlas e interpretarlas para chicos y chicas de quince y dieciséis años, recobraran su sentido exacto, y que todo asumiera la condición de plenitud que acecha en el texto. Algunos no entenderían nada, otros me pareció que tal vez sí; pero a mí me transportó a una fe antigua, casi ajena de tan profunda, y por desgracia cada vez más esporádica. "Era yo, / Centro en aquel instante / De tanto alrededor, / Quien lo veía todo / Completo para un dios".

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