martes, 13 de mayo de 2014

DECIDIDO

Conforme se acerca el verano, la gozosa expectativa de las horas libres se va adueñando de uno, de sus querencias más arraigadas, y recupera para sí la esperanza cíclica de leer mucho y escribir mucho, en una tasa que al común de los mortales le parecerá insensata, porque seguramente lo es.
Fue, si no me engaño, hacia el mes de junio de 1989 cuando acudí por vez primera a la llamada de una musa inusitada y ambiciosa, y mi mucha vocación de aquel entonces y mis limitados talentos de casi siempre se volcaron con avaricia primigenia en los folios blancos de un proyecto de novela -Lo que pesa un muerto iba a titularse-, novela que afortunadamente sigue inédita, como la segunda y la tercera. Pero el asombro de irla forjando, de verla crecer entre mis manos, de sentir el latido de las palabras y la respiración de los espacios derramándose en cada página, colma aún el significado íntimo de lo que, cada día con mayores cautelas, hemos dado en llamar felicidad.
No me voy a prometer nada; solo sé decirme que desde hace semanas o meses arrastro conmigo una fe caprichosa, una inquietud de proporciones novelescas, un ansia casi suicida de lanzarme de nuevo a ese abismo del que cada vez va resultando más difícil regresar.
Mientras cuaja o no, como lectura de verano me he decidido por la vastedad y la certeza de Fortunata y Jacinta. (Qué alegría, a mis años, haberme reservado un clásico de tantos quilates literarios).

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