lunes, 3 de marzo de 2014

LIBROS

Tarde ociosa de sábado, primera de marzo. Me muevo sin destino por las calles y paseos céntricos de la ciudad, arrastrando mi versión privada de eso que los italianos etiquetan dolce far niente. Me tienta la certeza de este inopinado paréntesis de soledad en la pequeña urbe, la promesa íntima de dos o tres horas yendo y viniendo conmigo mismo, anónimo entre anónimos, evitando tener que pararme a saludar a nadie. De pronto vislumbro las casetas en el sitio de siempre: Feria del Libro Antiguo y de Ocasión. Me aproxima la inercia de un ritual que poco a poco ha ido disipando su entusiasmo de antaño. Libros, muchos libros, demasiados libros. Paseo mi vista y alcanzo algún ejemplar y lo abro entre mis manos como una paloma recién salida de la chistera: un título, un nombre, una edición, un azar. Los frecuento casi con desdén, o como a viejos camaradas que han perdido su encanto. Cuánto papel, cuántos afanes, cuántos propietarios sucesivos, cuántas horas reunidas de pasión lectora, cuántos desvelos para encontrar el tono y las palabras que digan lo inefable, cuántas cajas de embalaje y bibliotecas malvendidas al peso por herederos sin escrúpulos, cuántos gestos tan aburridos como el mío; y todo para venir a morir al mostrador promiscuo de este habitáculo de quita y pon, sutiles víctimas de esta tarde de primero de marzo. Hay buenas ofertas, precios módicos, impulsos anacrónicos que desecho de inmediato, sin esfuerzo, resignado a la evidencia de que ya no soy el bibliófilo ávido que llenaba su despensa pensando en mañana o en pasado mañana. Recuerdo casi cada uno de los libros que adquirí, y dónde, y en qué circunstancia. Algunos los leí y muchos otros, los más, se quedaron esperándome en vano: la vida sentenció que debíamos separarnos, de repente se convirtieron en un doloroso lastre que no podía transportar en el espacio de mi alforja. Muchas noches sueño que susurran mi nombre desde la altura de sus baldas, hermanados por mi mano en la verticalidad persistente de sus lomos, y en el sueño soy yo quien acude, y los voy acariciando uno tras otro, y recupero su olor ebrio, su tacto de entonces, sus heridas de amor y de guerra, nuestro pasado cómplice. Son pocas las casetas este año. Sigo mi camino sin mirar atrás. Hay una tacita de café triste en una mesa de la plaza, frente a la fachada de la catedral. En mi bolsillo, suena el teléfono móvil.

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