viernes, 24 de mayo de 2013

LEY DE EMPRENDEDORES

Emprender es verbo que suena a comienzo, a ilusión, a lucha; pero cuando abre la puerta de la acción para echar mano del sustantivo que lo ejecute, emprendedor, entonces la palabra se tiñe de un gris inesperado y presuntuoso, adquiere un perfil que me incomoda, que pone a prueba mi soberana empatía con los vocablos del idioma y que, al fin, me irrita cordialmente, si se me permite decirlo así. No sé más, salvo que tal desafecto vive agazapado en las vísceras de mi intuición semántica y casi me avergüenza admitirlo como lo que es: un prejuicio íntimo, una generalización subjetiva, un rechazo del marcado tufillo materialista que para mí destilan este y otros términos la mar de inocentes y de necesarios para nombrar el mundo.
Cuando acabé la licenciatura me hallaba tan desorientado y humillado de incentivos, y tan definitivamente escaso de viles metales, que decidí poner anuncios en determinados lugares para ofrecerme como mecanógrafo a tiempo parcial, cobrando no recuerdo cuántas pesetas por cada folio de trabajo. Fue un completo fracaso; durante dos o tres meses me volqué en la tarea con un celo nada práctico, pues de mero transcriptor pasé pronto a la categoría de corrector adjunto y de ahí a deslizar arreglos de estilo que ni siquiera consultaba a mis patrones sucesivos, y todo por el mismo precio. No sé si llegué a ganar más de cuatro o cinco mil pesetas, lo que hoy se traduce en veinticinco o treinta euros. Esa fue mi primera y última experiencia en el mundo de los negocios; menos mal que, años después, el destino me reservó plaza en una oposición y ya no me obligué a pensar en otros emprendimientos lucrativos.

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