sábado, 18 de mayo de 2013

DE CUANDO FUI POETA

Subo la persiana y el cielo del nuevo día se erige perfectamente azul, recortado por el contraste lineal de tejados y terrazas y, más al fondo, por el verde que ondula el horizonte de la montaña. Luce un sol limpio en la primavera rezagada del sureste, pero conforme discurren los minutos surgen nubecillas que poco a poco buscan alianza para constituirse en figuras imposibles que avanzan sin esfuerzo sobre el lienzo celeste. Al seguirlas desde la pereza de la cama, transportado por su irremediable ingravidez, siento que mi ánimo se contagia de antiguas inquietudes y retrocede hasta tres décadas, a mediados de los ochenta, quizá espoleado por la memoria repentina de un poema de entonces que gestionaba su particular olvido, unos versos que hablan de las nubes como símbolo de los sueños no alcanzados, lejanas nubes que aquel adolescente que fui miraba desde abajo, absorto, preguntándose al fin, en el último tramo de la composición, si el adulto que llegaría a ser y que se elevaría sobre ellas iba a observarlas entonces con parecido afán. Escarbo y recito: 

Mañana aplastaré las nubes desde arriba.
¿Habrá roído el tiempo sus rosados perfiles?
¿Seré uno más llorando en el abrazo la furia
de quien llega sediento hasta el origen,
mas ya no es éste el manantial que codiciara?
¿Estarás, Amor, si alcanzo,
tan alto y necesario como ahora?

Ha pasado mucho tiempo y he escrito muchos versos; pero aquella certeza inmaculada en el instante de atrapar las emociones, aquel éxtasis de la palabra buscando su exacta correspondencia en el asombro de un mundo adverso, aquel gozo indescriptible de la inspiración que se abre camino sin ser invocada y que triunfa en la ingenuidad del pecho sin ambicionar nada más que su propia complacencia, eso se ha repetido en muy contadas ocasiones, y hoy, contemplando esas nubes cada vez más oscuras, dudo mucho que la musa me vuelva a regalar aquella plenitud, aquellos dones.

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