sábado, 30 de octubre de 2010

¡QUÉ GUAY!

Hace unos días desperté de su larga noche a mi olivetti-lettera 32; no por un arranque melancólico, sino porque quería dotar de apariencia mecanográfica rústica a un proyecto de poemas para enmarcar junto a unas fotos. Tiré de la cremallera de la funda, dispuse la reliquia sobre una mesa y la contemplé con arrobo antiguo durante unos minutos. Es la máquina de escribir que quise para mí algún día de Reyes que ya siento remoto, el mismo teclado que batalló bajo el entusiasmo literario de mis dedos durante más de tres lustros, la misma estructura que quedó relegada y casi olvidada cuando me alcanzó el maravilloso embrujo de la nueva tecnología. Me pregunté si se habría estancado su mecanismo por la falta de uso, si se habría secado la cinta de la tinta. Introduje un folio en el rodillo, repitiendo el movimiento con la destreza de tantísimas veces, y volví a golpear cada letra hasta completar, al azar, varias palabras. ¡Funcionaba!: ahí estaba el estallido inconfundible de las teclas, la sensación inigualable en las yemas de los dedos, la emoción recobrada de mis versos adolescentes y la estela de su otoño más triste. Seguí tecleando y de pronto surgieron las cabezas de mis dos hijos de doce y de nueve años, que habían escuchado el ingenio y no podían imaginar qué sería aquel ruido. Por supuesto, lo estaban deseando y les dejé probar; les expliqué con que brío seco había que darle a la tecla y retirar el dedo, les revelé cómo quedaba marcada en el papel por intercesión de la cinta y de su tinta.
Una vez le escuché a un Premio Nobel ya fallecido, en una conferencia, la anécdota de unos amigos suyos que vinieron de los Estados Unidos a su casa de campo: el retoño de esos amigos se extrañó de lo avanzados que aquí estaban, pues para encender la luz en aquel refugio no había que pulsar ninguna llave que provocara la corriente eléctrica, sino que bastaba apenas con encender una cerilla con la propia mano y acercarla inmediatamente al candil para que se hiciera el milagro. Recordé la anécdota mientras mis hijos tocaban la máquina de escribir, admirándose, en su inocencia de ordenadores y de impresoras ultimísimas, de la obviedad del mecanismo; y quiero creer que al menos por unos minutos compartieron con su padre la emoción anacrónica de asistir a cada letra impresa sobre el papel, tras el estallido seco de la tecla.

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