lunes, 4 de febrero de 2008

TRADUCIR, VERSIONAR

La otra noche disfruté de una cena con amigos poetas o, lo que alcanza igual mérito, afines a la poesía. Esto significa que se habló de todo un poco, y que, animados quizás por la intimidad o la confianza o los placeres de la mesa, nos permitimos criterios y opiniones que en otro foro menos propicio nadie hubiera intentado siquiera. Nada más sentarse, mas no recuerdo bien cómo ni por qué -seguro que lo traía rondando en su cabeza-, G. introdujo el asunto de la traducción literaria, no tanto para hacernos ver la inevitable dosis de traición que ya apuntó el latino como para incidir en la observación suya de que las ediciones de poesía, de un tiempo a esta parte, cada vez optan más por el término "versión", en detrimento de la "traducción" pura y dura, siendo como son, según G., cosas bien distintas: cuando él, pongamos por caso, lee en castellano a Kavafis, no quiere una versión de Kavafis, sino que exige una traducción lo más fiel posible al texto de Kavafis. Confesé que, sobre todo en poesía, siempre me espantaron esas traducciones que se empeñan en conservar los aspectos formales -¡incluso la métrica!- del original, y sugerí si no será mucho más honesto para el traductor y más legítimo para la poesía reconocer desde el principio que no cabe sino versionar, esto es, adaptar de un idioma a otro idioma según la ciencia y la fe y el gusto de quien lo interpreta. En la música, salvando el hecho de la universalidad de su lenguaje -precisó alguien a mi lado-, todo es versión, por la razón sencilla de que no hay otro camino que la interpretación sonora de la partitura, la cual admite tantas variaciones sobre el texto como pares de manos hábiles se posen en el instrumento... Los meandros del diálogo discurrieron después por otros cauces -reconoció G. que la rima escrupulosa lo distrae de la lectura-, e incluso hubo reserva de tiempo para las pequeñas maldades, pues, con la prueba del delito sobre el mantel, desenmascaramos -era sábado carnavalero- la impostura de algún coetáneo "metrificador" (la palabra es mía y sólo mía) que sin embargo no metrifica (sic) según los cánones que exigen los acentos internos. Ya de regreso, en el coche, alguien a mi lado lamentó que se nos hubiera extraviado el hilo de la conversación hacia estas minucias previsibles y superfluas -¿siempre tiene que salir a la palestra algún coetáneo ausente?-, porque aquél de la distancia entre lo que llamamos versión y lo que sea traducción sí que era un tema interesante, de los que dan para muchas cenas con amigos poetas o afines.

6 comentarios:

Sebastián Mondéjar dijo...

Un tema harto polémico e interesante que tendríais que retomar. Personalmente, creo que lo primero que tiene que hacer un traductor (aparte, claro, de estar bien documentado sobre el autor y la obra en cuestión) es traducir literalmente, sin omitir absolutamente nada; y, luego, versionar, readaptar, transformar, recrear (formal, fonética y sintácticamente) lo más fielmente posible esa traducción al nuevo idioma. Y recrear con lealtad sólo puede conseguirlo un creador auténtico. Un ejemplo: la magnífica versión de Mujica Láinez de algunos de los sonetos de Shakespeare.

Salud y un fuerte abrazo en versión original.

Miguel Ángel Orfeo dijo...

Para mí es esta una cuestión irresoluble. El poema es una partitura cuyos matices no pueden alcanzarse con versión alguna. Si se traduce literalmente, la música se pierde, y si se procura ser fiel a ésta (usando, por ejemplo, de sinonimias o hipérbaton)el significado se altera inevitablemente. Creo firmemente que la poesía representa la pureza del idioma, y que acercarse a ella a través de una traducción requiere lo que muy bien ha dicho Sebastián: un creador auténtico.

Pedro López Martínez dijo...

Orfeo, comparto tu escepticismo en cuanto a la traducción de la poesía ("el idioma en toda su pureza"), pues todos los caminos conducen a una infidelidad más o menos declarada. Y de lo que apuntas tú, Sebas, tal vez debiéramos aprender a deslindar, como en la propia vida, entre "infiel" y "desleal"; en efecto, el de lealtad es un principio básico, que ningún traductor-creador debiera pisotear nunca. (Ahora ya no sé si quien traduce versiona, si quien versiona traduce...). Salud, amigos!

José Manuel dijo...

Como sabes, Pedro, no hace mucho leí una novela de un autor al que no conocía previamente, Gog, de Papini, y me gustó tanto el empleo con cierto regusto arcaico y formal pero certero del lenguaje que no pude evitar el prejuicio de atribuir al traductor, Mario Verdaguer, buena parte del mérito de lo que yo tenía por acierto. La intervención y consiguiente licencia de manipulación del traductor es algo en lo que se consiente, se sabe inevitable, cuando se aborda un libro escrito originalmente en otra lengua. En este sentido supongo que la mayor aspiración de un lector hacia un buen libro será que obtenga el traductor que merece, necesariamente escritor también, pues son de esa índole creativa las mil pequeñas cuestiones que tendrá que resolver a la hora de decidirse ante disyuntivas que admiten interpretaciones distintas, sutil o sustancialmente. Poco después he venido a leer “La montaña mágica”, de T. Mann, casualmente traducida por el mismo Verdaguer, que al parecer debía ser un habitual en aquellas fechas, además de autor de cierto mérito. Algo de eso menciona el siguiente enlace con el que di movido por la curiosidad: http://www.elpais.com/articulo/semana/Mario/Verdaguer/escritor/traductor/todo/elpeputec/20050521elpbabese_15/Tes. Pues a lo que voy: mis sospechas se vieron así casual y violentamente refutadas, al no advertir en la famosa novela de Mann ni rastro del supuesto Verdaguer papiniano (para mi decepción). Aun así no dudo de su tan oscura como brillante labor en ambos casos, que fue la que me impulsó a consultar la autoría de la traducción, como en su día me sucedió, por citar un par de casos, con las Memorias de Adriano “de Cortázar” o En busca del tiempo perdido “de Pedro Salinas”; los lectores españoles de estas maravillas hemos sido muy afortunados de haber disfrutado de esos intermediarios que ―me atrevo a afirmar en mi ignorancia― no las han desmerecido (tal vez realzado en alguna medida; ¿por qué no?). Me temo que al que no quiera quedar al albur de estas veleidades no lo queda otro remedio que apuntarse a la escuela de idiomas, y los demás conformarnos con ese producto adulterado y confiar en nuestra suerte (el talento respetuoso del traductor) para degustar un producto del que nunca sabremos con exactitud cuánto debe a uno u otro. ¿Que ésa es una traición al original? Más despacio: todos los que tenemos el vicio de escribir (mejor o peor, que para el caso es lo mismo) sabemos que un texto raras veces se da por cerrado, que siempre admite matizar o incluso reelaborar fragmentos, lo que no deja de ser una suerte de traición a la versión que habíamos dado por definitiva. Y ni siquiera cabe aducir que al menos el propio autor tiene más derecho a hacerlo: el autor del día siguiente, por no decir el de años después, ya no es el mismo que el de la primera vez que trató de dar forma inteligible a su idea primitiva. Pero si, melindrosos, me objetáis que no es lo mismo, podríamos convocar a quienes han traducido sus propias obras, permitiéndose al hacerlo ciertas libertades que deben haber tranquilizado los escrúpulos de no pocos traductores.
Y, aunque me estoy enrollando, no quería dejar de apuntar un par de cosas sobre traducciones/versiones musicales, ya que las mencionas. En música, ciertamente, cabe también hablar de traducción, pero el paralelismo no se establece con la interpretación, sino con la transcripción musical. El intérprete musical es a la partitura lo que el actor teatral al texto, o un narrador a una novela leída en voz alta. Es evidente que su mediación altera el texto, que lo aclara o lo oscurece, lo tergiversa si su gesto o su entonación contradicen el sentido de las palabras, que cabe expresar acuerdo o cierta ironía sobre lo que se dice, que enfatiza lo que le interesa. El intérprete musical dispone aproximadamente de las mismas armas, y la única diferencia respecto a aquél es su carácter imprescindible para que la obra de arte se consume. Pero las palabras de un libro y las notas musicales de una partitura son siempre las mismas e inalterables. Similares conflictos se plantean, ahora así, al traductor, que traslada y acomoda un texto de un idioma a otro, y al transcriptor, que hace lo propio con una partitura de un instrumento a otro. Esta operación exige adaptarse a la tesitura, técnica y recursos del instrumento de destino, entre los que no encontramos una correspondencia directa con los que son connaturales al instrumento para el que fue concebida aquella música. Algunas transcripciones son mejor conocidas que su versión original, como Asturias, de Albéniz, en su versión para guitarra, en perjuicio de la pianística, o los Cuadros de una exposición en la forma orquestal de Mussorgsky a partir de la de Ravel para piano. También aquí encontramos autores aficionados a transcribir sus propias obras para instrumentos distintos, como Bach y su suite para violonchelo-guitarra, por citar una entre muchas. Y otras vueltas de tuerca: los arreglos, versiones y hasta las variaciones sobre un tema, en las que se pide prestada una melodía de cierta celebridad a otro autor para recrear una obra musical que, en muchos casos supera con creces el interés de lo prestado. Si nos animamos podríamos admitir una transcripción como un caso particular de variación, asumida con descaro su condición de versión, sin renunciar, en función de la honestidad del transcriptor, al espíritu de la obra original. Y más vale hacerse a la idea de que lo mismo vale para el caso de la traducción literaria.
En fin, perdonadme las inapropiadas dimensiones de lo que debía ser un breve comentario, pero ya que estamos déjame aprovechar, Pedro, como en los concursos de la tele, para saludar también a los habituales parroquianos de tu blog, por los que siento la simpatía propiciada por el interés compartido hacia estos estimulantes retales de tu alforja.

Pedro López Martínez dijo...

José Manuel, es un lujo para estos retales contar con parroquianos como tú. No se trata de dispensar flores gratuitas: tu comentario (extenso e intenso, imprescindible para dilucidar los entresijos de este tema enorme) me ha deparado hallazgos y matices que yo no hubiera alcanzado por mí mismo (sobre todo el de la transcripción musical, pero algunos más), pues sabes que el de la música es, como en el caso de los clásicos, otra de mis carencias confesas.
Al margen del asunto, observo cómo este blog, que surgió con tantas reservas e inseguridades, va encontrando sin embargo su grupito de lectores casi fieles (como un bar recién inaugurado) y, entre ellos, su porción de comentaristas solventes que lo riegan de vez en cuando y le dan vida en su raíz. Si no hay diálogo stricto sensu es porque no hay presencia física ni inmediatez, pero se asemeja mucho a una dilatada conversación de sobremesa, y siento cómo mi alforja se va llenando y empapando de vuestra compañía "virtual". Os saludo a todos y a todas.

José Manuel dijo...

Con tanta vuelta de tuerca intercambié Mussorgsky y Ravel.