viernes, 22 de febrero de 2008

NARCISISMOS

Con suficiencia retórica se preguntaba don Antonio, en alguna página de Juan de Mairena, qué modo hay de que un hombre consagrado a la enseñanza no sea un poco pedante. Es cierto, me digo, que en el simple acto de mostrar lo que se sabe para, con permiso de la pedagogía y de otras variables que escapan a la mera pedagogía, pretender transmitirlo a quienes se supone que lo ignoran y desean aprehenderlo, subyace un incómodo dominio que no tolera la excusa de humildad y que, antes al contrario, propicia involuntarias concesiones a la patética espiral de la soberbia entarimada. Oportunidades no faltan, pues un día detrás de otro y una palabra arrastrada por la anterior encuentran fácilmente el desfiladero del ego que se postula ante sí mismo y que, pardillo sempiterno, jamás se reconocerá víctima de la emboscada sutil que su autocomplacencia le tendió. Y mientras, enfrente, del lado del pupitre pubescente, en contadas ocasiones se ilumina el espejismo de la sabiduría como un misterio irrevocable y redentor, sanción que prende en el grupo o se segrega en un grupúsculo proclive para significarse en el rostro admirativo -arrobado rictus, ojos absortos-, en esa extraña química que transita sin brújula, a ciegas, entre la seducción y la hipnosis.
Siguiendo la estela de aquel apócrifo de quien tanto aprendió Machado, don Antonio, me pregunto hoy si habrá algún modo de que los artistas que lo son acierten a sortear, en los dietarios que alimentan o en la recaudación autumnal de sus memorias, esos flirteos con la egolatría que tan a menudo oponen la humanísima trastienda de su yo imperfecto a la magnificencia incontestable de su Obra impoluta. Pienso en dos nombres -José Saramago, Gabriel García Márquez- con cuya Obra simpatizo sin fisuras, pero en cuyos respectivos dietario y memoria me puede a ratos la decepción de haberlos pillado en falta: no escasean minuciosos andamiajes discursivos cuyo afán se consuma en el regodeo de su propio prestigio literario y en la salvaguarda de la honestidad de su persona. Mi reproche es accidental, inocente casi, y apenas alcanza al salto de párrafo: tal estrategia, en ellos, deviene debilidad. Quizá es por eso que uno mismo, cuando escribe estas páginas, sucumbe a la vasta perplejidad de preguntarse si no serán sentidas como la secreta argucia de quien necesita mostrarse, hablar de sí, y alienta el beneplácito cual triste ración de narcisismo satisfecho.

5 comentarios:

Gustavo Romera Marcos dijo...

Con este comentario me estreno en tu blog... y en todos.
Como profesor, me identifico plenamente contigo. Es muy difícil no parecer pedantes ante nuestros alumnos cuando nos vemos obligados a exponerles nuestros conocimientos.Podemos acudir a la distinción entre los "muchos sabios que el mundo han sido" y los "eruditos a la violeta" pero así sólo conseguimos resaltar nuestra pedantería.
Recuerdo una cita literaria, no a su autor, en la que se decía que los tres motores que mueven el mundo son el amor, el odio, y la vanidad. Los dos primeros siempre me habían parecido evidentes pero acabé por aceptar que la vanidad está detrás de muchos de nuestros actos. Otra cosa es que nos jactemos de la admiración que nos demuestran los demás, o la aceptemos con humildad.
Gustavo Romera.

carmen dijo...

Creo que de las muchas maneras que tiene uno/a de hacer el ridículo la más patética es la de entarimarse para mostrar su arte. Cada vez que doy un recital me siento así. Mis poemas siempre hablan de mí misma de una forma que pretende ser artística y conforme voy leyendo me invade la sensación de fraude ¿a quién coño, con perdón, le importa lo más mínimo la anécdota que yo pretendo convertir en categoría?. Lo peor viene después, cuando los presuntamente iluminados se acercan a expresar su admiración. Surge la duda de su franqueza, es como cuando un niño te enseña sus dibujos y todos, muy política ( o pedagógicamente) correctos nos apresuramos a felicitarlos.

Miguel Ángel Orfeo dijo...

Recuerdo haber leído una entrevista al mencionado García Márquez en la cual resumía cuáles eran las intenciones más profundas que se escondían en su vocación literaria; tal vez parafraseando a García Lorca cuando afirmaba "escribo para que me quieran", G.M. añadió: "escribo para que me quieran más mis amigos". ¿No es esto un reconocimiento tácito y humilde -valga la contradicción- de la propia vanidad? ¿No es deseo de aprobación, de admiración, de reconocimiento? Personalmente, creo en las bondades de la vanidad que sabe poner a raya al endiosamiento, la que deja resquicios a la crítica ajena y a la propia, es decir, la vanidad del genio que duda de su talento, se abre a lo eterno del aprendizaje, anda queriendo siempre que lo quieran un poco más a través de su obra. Por otra parte, yo, que nunca fui profesor y tuve muchos, puedo añadir a tu excelente relato, desde el punto de vista del alumno, que el profesor pedante no suele seducir; lo hace el que transmite con mayor eficacia sus conocimientos, en cuyo caso, creo yo, la vanidad es lícita. Y humilde, ¿por qué no?

Vargas dijo...

Pues yo creo, perdonadme por creerme algo de vez en cuando, que en el arte la humildad es un mero recurso estilístico. Y en la enseñanza, al menos en la secundaria, algo inevitable. Dar clase en un instituto es la mejor cura de burro para la vanidad. Jamás he conseguido ver un brillo de admiración en los ojos de un alumno adolescente por yo saber cosas que él ignora. Tal vez soy muy mal profesor, pero creo, volvedme a perdonar, que eso es otra historia.

Pedro López Martínez dijo...

Bueno, cuatro visiones diferentes, acaso complementarias, todas sobradas de perspectiva:
- "que nos jactemos de la admiración que nos demuestran los demás, o la aceptemos con humildad";
- "lo peor viene después, cuando los presuntamente iluminados se acercan a expresar su admiración";
- "la vanida del genio que duda de su talento" / "el profesor pedante no suele seducir";
- "en el arte, la humildad es un mero recurso estilístico".
Múltiples saludos para todos.