jueves, 14 de febrero de 2008

¡AH, EL AMOR!

En un día como hoy -de los enamorados, dicen-, ¿cómo no reservar unas palabras para describir el tumultuoso río de sufrimientos y desgracias que, cual necesario anverso en la moneda de la vida, fluye y se mezcla en las mismas aguas de la más prestigiada de nuestras pasiones? Juro que no tengo vocación de aguafiestas; si acaso, es cierto, a menudo me tienta la modesta aventura que supone escudriñar bajo la superficie lisa de los lugares comunes para denunciar su indolencia de siglos, y para que, así mismo, de paso, mi pensamiento emerja de su letargo y recupere los dones de su antiguo albedrío. Cuando se nombra al amor y la humanidad entera se arrodilla a sus pies, nadie parece acordarse de que ese mismo amor está en el origen de las mayores tragedias íntimas y cotidianas -esas tragedias que luego la literatura exprime y mitifica, y que el cine industrializa con beneficios millonarios-, las que nacen de los celos o de la infidelidad o de la ausencia o de las convenciones; o del simple amor no correspondido, que, me atrevo a inferir, estadísticamente ha de ser la versión más habitual de lo que llamamos amor. Jamás he sufrido tanto como a esa edad terrible -he escrito terrible, y terrible volvería a escribir si mil veces tuviese que calificar esa edad- en que el corazón se salía del pecho por una muchacha sucesiva cuya belleza incomparable, empero huidiza y esquiva, casi siempre estuvo demasiado alta para mí, nunca al alcance del adolescente tímido que la espiaba con un pudor ancestral y que no sabía cómo abordarla, con qué palabras, aquél que si alguna vez se permitió alguna audacia robada a una escena de película fue para arrepentirse inmediatamente de su inepcia, ya a solas, en los camerinos del ridículo. Mis lecturas de aquella época, intensas y terapéuticas, henchidas de gratitud -el joven Werther, el viejo Aschenbach-, permanecen indelebles en la memoria del hombre que soy hoy, como si a través de ellas recobrara conciencia de mi desvalimiento, del sinvivir suicida de aquel muchacho desprovisto de brújula que se hacía el encontradizo en los callejones de la desdicha.
Y entonces, muy pronto, me crucé con la Poesía. Y la Poesía me salvó la vida, me la ha salvado varias veces. Cuando empecé este texto, en un día como hoy, no imaginé que acabaría con una confesión tan grave. ¡Ah, el amor!

3 comentarios:

Vargas dijo...

Pedro, creo que tampoco lo tuvo que pasar nada bien el protagonista de este cuentecillo que tal vez resuma muchos dramas similares:

CONFESIÓN

La maté porque era mía y no pude sufrir verla gozando con otro. Un golpe de cayado me bastó para dejarla en el sitio. Al ladrón, mientras huía lo alcancé en la sien con una piedra de mi honda. Mi hembra está ahora en el fondo del río a cuya vera tantos buenos ratos pasamos. El macho, mi mejor carnero, me lo comí esa misma semana.

Pedro López Martínez dijo...

Antonio, eres un humorista trágico, de los últimos de la antigua estirpe valleinclana: goyesca fauna trinitaria (en el trío están cifrados los males de la humanidad, y no pongo ejemplos) la que tu "Confesión" retrata.

Pedro López Martínez dijo...

FE DE ERRATAS.-
Donde dice "terapeútico" debe decir "terapéutico", un desliz acentual del que debí percatarme antes de publicar esta entrada.
Sé que para muchos será una nimiedad, pero esa simple tilde cambiada de vocal a mí ya me dolía como una astillita en la epidermis. Soy así...