jueves, 12 de julio de 2018

Días atrás se me ahogó el teléfono móvil -cayó al retrete- y con él la red de contactos y conversaciones y la cuantiosa galería de fotos de toda índole que se me fueron añadiendo en los últimos tres o cuatro años. No tuve la precaución de prevenir lo que, sin embargo, es fácil que suceda, acaso necesario. Ahora pienso en esa cadena oculta de momentos almacenados que poco a poco indulté del olvido y aparté de la nada, en esa secuencia de imágenes guardadas para nunca que ya no volverán a mí, que se han diluido sin haber alcanzado más que una existencia virtual, digital, y siento la pérdida como si se tratase de una realidad física, como si se me hubiera amputado un miembro que estaba ahí aunque yo no lo utilizara.
Hay un halo melancólico en cualquier fotografía, sobre todo en las que se apiadan de instantes familiares, un impulso que nace ya triste porque reina irremediablemente en el pasado y comprende que no sobrevivirá a ningún futuro sensato, como esa estrella apagada hace milenios que todavía nos mira con su luz de entonces.

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