viernes, 4 de mayo de 2012

UN SIMPLE FUNCIONARIO

Me formé en las instalaciones de un par de colegios públicos y todavía sé recordar los nombres sucesivos de aquellos maestros que en mi gratitud retrospectiva nunca perderán su don: doña Socorro, don Jesús Alberto, doña Virtudes, don Antonio, don Eugenio, don Juan Pascual, doña Noli, don Antonio, don Jesús, doña Juana, don Miguel, don Luis...
Completé mi periplo de cuatro años en las improvisadas aulas de un instituto -también público- que en aquel entonces no disponía de un edificio de referencia; de ahí que los futuros bachilleres acuñáramos la verdad irrevocable de que nuestro pasillo era, en efecto, el más generoso de los pasillos de instituto de España, pues ocupaba el largo y el ancho de la calle Mayor del pueblo.
Enseguida hice mi maleta para matricularme en una universidad -también pública-, y con el tesón inquebrantable de los padres y el beneficio renovado de una exigua beca del Estado, estudié las veinticinco asignaturas para ser filólogo. Luego, un poco por vocación y otro poco por orgullo, pero sobre todo porque me arrastraba la inercia de las cosas, quise emprender una tesis, y al cabo de una década gané el título de doctor.
Durante unos cuantos cursos me esforcé en ser profesor de lengua y de literatura, y modestamente creo que dos o tres docenas de alumnos podrían certificar que, al menos con ellos, lo logré. Poco a poco, las instituciones educativas y la propia vida me convencieron de que la palabra profesor devenía en una quimera quijotesca, había perdido su sentido originario, así que casi sin darme cuenta mis iniciales convicciones mutaron en la nueva especie del docente a secas, después me etiquetaron de educador, luego he sido aprendiz de psicólogo, y al cabo he adoptado diferentes formas, como guardián de pasillos, vigilante de recreos y juez instructor de expedientes por indisciplina.
Sé de buena tinta que mi destino, a partir de septiembre, es someterme a la estupidez que nos rige para aprender a ser un simple funcionario.

4 comentarios:

Marian Ch dijo...

En este puente de mayo he bajado a ver a un gran amigo a Benidorm (lugar donde sufre la precariedad laboral por amor a su hija). Una de las noches en que mi compañero había salido de copas con el amigo, hice "zapping" mientras mis hijas dormían. Me encontré en la televisión local con un señor presentador con una enorme corbata amarilla que atosigaba a tres contertulios con una insistente pregunta: "¿Pero nadie va a meter mano al funcionariado? ¡Es que hay miedo!". Seguidamente se atusaba la corbata... Yo tampoco entiendo esta furia contra el funcionario, personas como tú y como yo, sobradamente preparadas por otros funcionarios que hicieron bien su trabajo (los más). El caso, es que nos tienen ganas...

Pedro López Martínez dijo...

Así es, Marian. Hay corbatas que, puestas en determinados cuellos, parecen decirnos que apretemos más el nudo, y que apretemos y que apretemos. En cuanto a los profesores (que para mí son algo más que funcionarios, como lo son también los médicos), qué te voy a decir después de la que está cayendo y la que está por caer. Una sociedad que no respeta a quien forma a sus hijos ni a quien cura las enfermedades de sus hijos es una sociedad más que enferma.
Gracias por seguir este blog, Marian.

Anónimo dijo...

Eso es lo que pretenden las corbatitas gualdas voceras del poder, que seamos misántropos resignados, que el colectivo se autoculpe y acepte la hecatombe como un merecimiento. El otro día, Pedro, rescaté de un cajón de la adolescencia una especie de poema-pensamiento que, por muy ingenuo que sea, sigue representando una intuición que todavía me asalta. Decía así: "Crece el número de hombres que piensa/que crece el número de hombres sin alma:/esa contradicción es mi esperanza"

¡Salud y revolución!

Miguel Ángel Orfeo

Pedro López Martínez dijo...

Los cajones de la adolescencia
están llenos de clarividencia.


Gracias, Miguel Ángel. El problema es que el número de hombres que lopiensa no para de crecer, y me temo que el de hombres sin alma... también. ¡Loada sea tu esperanza, amigo! Hacen falta hombres que la conserven como tú.