viernes, 29 de enero de 2010

UN ARTE SIN ARTIFICIO

Cuando el sabio señala la luna,
los tontos miran el dedo.

De todas las lecturas que en el último año me ha regalado el destino, sin duda la más insólita fue justo ésa que nunca hubiera satisfecho por mí mismo si el destino -soberano de su curso, dueño de su cauce- no se mostrara a veces tan generoso conmigo. Se trata de Zen en el arte del tiro con arco (Kier Gaia, 2005; ed. p. 1953), de Eugen Herrigel (1884-1955), un volumen con ilustraciones y con una nutrida selección de citas muy acordes con el espíritu del tratado, extraídas de clásicos japoneses vinculados al Zen. A continuación parafraseo algunos fragmentos que subrayé, según mi criterio, con tinta roja:

El autor alemán, que recibió enseñanzas durante seis años, reconoce que el camino del arte sin artificio no es fácil; mas llegará el día, no obstante, en que lo imposible se habrá hecho posible, más aún, natural.
Entiende el arte de la arquería como una habilidad que debe ser buscada en ejercicios espirituales y cuya meta consiste en dar en un objetivo espiritual, de modo que en su esencia el artista se apunta a sí mismo, y hasta puede tener éxito en acertarse a sí mismo. El tiro con arco de ninguna manera puede significar un intento de lograr algo externo, con arco y flecha, sino interno, con el propio yo, porque arco y flecha son, por así decirlo, nada más que el pretexto de algo que podría darse también sin ellos: el camino hacia una meta, no la meta misma, la ayuda para dar el salto final y decisivo.
Lejos de querer despertar prematuramente al artista, el maestro considera como su misión primordial convertir al discípulo en un artesano que domine por completo el oficio. El estado espiritual apropiado del artista se alcanza cuando los preparativos y la creación, la artesanía y el arte, lo material y lo espiritual, lo abstracto y lo concreto se amalgaman en un estado único, porque el arte genuino no conoce fin ni intención, y cuanto más se empeñe uno en aprender a disparar la flecha para acertar en el blanco, tanto menos conseguirá lo primero y tanto más se alejará lo segundo: lo que le obstruye el camino es su voluntad demasiado activa, ya que, en sus inicios, el discípulo cae en el error de creer que lo que él no haga no se hará.
Pero el espíritu ha de ser ágil para alcanzar la libertad y libre para recuperar la agilidad primaria. Un gran peligro no es perderse en vana presunción, sino el detenerse en lo que se sabe, convalidado por el éxito y exaltado por la fama; o lo que es igual, el peligro de comportarse como si la existencia artística fuese una forma de vida por derecho propio, acuñada y aprobada por ella misma. Porque más importante que todas las obras exteriores, por cautivadoras que sean, es la interior, la que el arquero debe realizar sobre sí mismo si ha de cumplir precisamente su destino de artista.
Es necesario que el tirador, pese a toda su actividad, se convierta en centro inmóvil. Y entonces surge lo último y lo más excelso: el arte deja de ser arte, el tiro deja de ser tiro, será un tiro sin arco ni flecha; el maestro vuelve a ser discípulo; el diestro, principiante; el fin, comienzo; y el comienzo, consumación.

Hay una leja en la estantería de mi Vida que reservo a las lecturas inolvidables, y ésta hace ya algún tiempo que se ganó ese derecho.

2 comentarios:

José Manuel dijo...

La primera vez que leí acerca de este asunto del arquero zen fue en una novelita del recientemente fallecido J. D. Salinger, “Seymour: una introducción”, engañosamente simple, fantástica como toda su producción. Sirva este comentario de homenaje a un escritor que parece haber hallado el modo de poner en práctica esto que hablamos: seguir la lectura de sus páginas es como dejarse llevar por una corriente que fluye aparentemente sin esfuerzo, como sin un propósito, hasta que sin darte cuenta te sitúa frente a ti mismo.

Vargas dijo...

LLegar a un dominio tal de la técnica que ésta no se note porque se funda completamente con lo creado. Creo que era Millás el que que decía, con imagen gastronómica, algo así como que el comensal (el lector) debe degustar el plato (la obra) sin que lo perturben los olores ni los ruidos de la cocina. No tengo claro, sin embargo, si a mí me satisface siempre esa asepsia absoluta que supondría prescindir de determinados juegos literarios que son de mi agrado como lector.