miércoles, 28 de octubre de 2009

NUESTROS OTROS. (PALABRA DE GINÉS)

La noche del viernes 23 de octubre, Ginés Aniorte (Murcia, 1960) presentó en su pueblo, Sangonera La Verde, su ultimísimo volumen de poesía, ése que ha dado en titular Nosotros (Renacimiento, Sevilla, 2009). Él nos había pedido -a Mamen Piqueras, a Soren Peñalver y a mí mismo- un breve apunte de lectura que huyera de la habitual glosa encomiástica y que se contuviera en los noventa segundos que palpitan en el minuto y medio. No cronometré mi intervención, pero entiendo que de todos modos se ajusta a la exigencia de humildad que mi amigo y poeta viene cultivando sin esfuerzo, una modestia que se sabe digna de quien la practica cuando deslizamos la mirada hacia la hondura pulcra de unos poemas que, como no conozco muchos casos, parecen tallados en el rostro de su autor. Transcribo lo que dije, sin añadir ni quitar, para que aquí quede junto a la pieza poética que escogí como soporte:

"He leído, creo, todos los libros de Ginés Aniorte, desde aquellos versos iniciáticos de Poemas de amor y de Es tiempo de vivir o de Fragmentos hasta este título que hoy nos regala desde la primera persona del plural, Nosotros. Y siempre, en todos sus versos, he encontrado dos cualidades o dos virtudes que quiero destacar aquí, en este minuto y medio que me ha pedido: la autenticidad de las cosas que dice y la transparencia en el modo de decirlas. Es cierto que todos sus libros hablan de él, como no podía ser de otro modo, pero me atrevo a afirmar que es en éste donde el fino bisturí de su sensibilidad creadora se adentra en un dominio de sí mismo que todavía no se había atrevido a explorar, tal vez porque en ese dominio, en esa región interior, viven aún aquellos fantasmas de la memoria y del olvido que ensanchan su radio de acción hacia quienes nos legaron el ser que somos o comparten con nosotros el secreto de la identidad, esto es, la razón originaria del ser que fuimos, del ser que seremos. En ese 'nosotros' se perfilan 'nuestros otros', que son todos los que nos habitan y dan fe de nuestros recuerdos. Me han emocionado y me han conmovido muchas páginas de este libro, quizás en una proporción muy superior a la de cualquier otro libro de Ginés; así que, como lector de poesía y como amigo desde hace casi tres lustros, sólo puedo agradecerle este regalo y confiar en que estos poemas sabrán encontrar la mano cómplice de cada uno de sus lectores, de ese lector al que se saben destinados. Mi minuto y medio acaba de cumplirse; así que, haciendo uso de la libertad que se me ha otorgado para escoger el que yo prefiera y mostrarlo aquí, a modo de presentación del volumen, voy a leer a continuación el titulado Nana, y lo voy a leer por tres razones; porque me tocó muy adentro desde el principio, desde aquella primera lectura en que cada heptasílabo quería mecerse conmigo; porque sirviéndose del verso corto alcanza, a mi modo de ver, una difícil tensión elegíaca que se resuelve en un hondo ejercicio de gratitud; y, en definitiva, porque me parece un buen ejemplo de esa autenticidad y de esa transparencia a las que me he referido como consustanciales a su obra toda".

NANA

Habla a veces, mi madre,
de una silla de anea
que heredó de mi abuela
y en la que, silenciosa
-desavenida al cabo-,
esa mujer de negro,
que he visto sólo en fotos,
pasó sus tardes últimas
bajo una higuera grande
que guardaba la casa
y ofrendaba su sombra.

Mi abuela me anidaba
en sus brazos ajados
de madre sabia y vieja
cuando mi edad cumplía
el año, como mucho.
Dicen que me cantaba
nanas que no recuerdo,
y que lloraba a veces,
escondida y a solas,
porque pensaba, enferma,
que yo no llegaría
a conocerla nunca.

Se equivocó, sin duda.
Existió desde siempre
en las voces de otros
que, fieles, relataban
su bondad desmedida,
y reconozco ahora
en las manos endebles
de mi madre ya anciana
la arrugada aspereza
de aquellas otras manos
que un día acariciaron
mi piel tan tierna y suave.
Veo también sus ojos
en los ojos que, hoy,
frente a mí son estrellas
que contemplan, caídas,
los rescoldos de un mundo
que ayer fue alta hoguera.
Y, a veces, en mi madre
-al mirarla- descubro
el semblante dulcísimo
que luce en el retrato
de la mujer aquella
que le diera la vida.

Por eso este homenaje
a destiempo y tan vano
que aquí quiero rendir
a la abuela que entonces
me acunara en su pecho.
Tal si fuera una nana
igual a aquellas suyas,
quiero cantarle hoy
con mis solas palabras,
y agradecer las horas
en que veló mi sueño,
los besos que imagino
encendiendo mi risa,
su voz como una música
que, al decir de mi padre,
acallaba mi llanto,
el abrazo y las lágrimas
al despedirse un día,
la protección secreta
de tus brazos, abuela,
que todavía, hoy,
como un ángel callado
-que siguiera mis pasos-,
parece que me asiste.

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