martes, 7 de abril de 2009

LOS TAMBORES DE MI PUEBLO

Frente a la sobriedad del culto cristiano que emana de los templos; frente al efectismo pasional que se incauta del paso riguroso de los cofrades en procesión; frente a la mística y al recogimiento devoto y a la paradójica parafernalia con que se escenifica muchas veces el martirio y la crucifixión de Cristo; frente a la espectacularidad de los desfiles que se suceden estos días bajo acordes fúnebres en tantos pueblos y ciudades de España; frente a todo eso, en el sitio donde me nacieron -Moratalla- lo que se adivina y se vive es otra cosa bien distinta.
Allí no se habla tanto de la Semana Santa como de Los Tambores, y en verdad que la excusa religiosa se diluye hasta convertir la fiesta en una especie de prolongación del carnaval. Allí mis paisanos obedecen a la glorificación del exceso y a la celebración sin concesiones, y lo hacen mediante una fórmula particular, vitalista, consagrada a una estética donde se apuesta por lo informe y donde triunfa lúdicamente una modalidad del caos. Allí, pertrechado en su antiguo individualismo y sediento de anarquías sensitivas, el pueblo renuncia al lucimiento corporativo de una imagen procesional y a sus aristas cortantes, apolíneas, y troca todo ello por el desacuerdo que impera en la confección de túnicas y capirotes y en la forma de llevarlos, y por supuesto lo cambia por el libre albedrío que se manifiesta en el toque, en ese toque característico que se distingue dondequiera que un nazareno de Moratalla va con su tambor, y que, como dije, se constituye en una suerte de homenaje colectivo al estatuto soberano del caos, un caos armónico -si se admite decirlo así-, un caos resuelto a medio camino entre la música y el ruido, mas sin someterse a uno ni a otra, un caos dignificado en una especie de limbo del sonido donde nunca falta el ritmo, ni la secreta cadencia, ni la pausa oportuna, y donde la suprema habilidad del buen redoble juega con la intensidad en altos, medios y bajos, y con los tempos lentos y rápidos, hasta cautivar cuerpos y almas con una embriagadora espiral que centrifuga cuanto alcanza.
No soy tradicionalista y a fe que huyo de cualquier brote de chauvinismo; pero ante la inminencia de la Semana Santa y el afecto mediático que se brinda a las comparsas tamborileras del Bajo Aragón, me ha parecido oportuno deslizar en mi blog esta breve apreciación folclórica que, cómo no, participa necesariamente de la memoria de mi infancia perdida. El foráneo tiene asegurada la instantánea más pintoresca.

1 comentario:

Sebastián Mondéjar dijo...

Bueno..., aquí has tocado también mi fibra primordial. Sé de lo que hablas. La tribu es la tribu y siempre ha ido conmigo. En mis años mozos participé alguna vez en Los Tambores de Hellín. Y todas las semanas rescato a mis alumnos de la urbe infernal y me los llevo a la selva.

Una anécdota: hace muchos años le compré a un senegalés un gran 'djembé' y aproveché para preguntarle qué significaba esa palabra. Estuvo un buen rato chasqueando los dedos e intentando traducirla. Mi suspense aumentaba. De repente exclamó: "¡Tambor!"

¡Viva África!