Lo conocí en una entrega de
premios de poesía, allá por el año noventa del pasado siglo: él había obtenido
el laurel y yo había quedado a continuación. Luego coincidimos en algún
encuentro de vates con toda la vida por delante, en algún recital empapado de
alcoholes primaverales, en alguna cena de ilustres medradores donde no
pintábamos nada y en un viaje a Madrid de una semana, propiciado y costeado con
dinero público. Era increíblemente locuaz, genuino, categórico, y se sabía tocado
por una chispa de talento o de genialidad que, en la poesía como en la
conversación, atisbaban en él la estatua de un maldito irredimible. Muy pronto
supe que detrás de su máscara sorprendente y mordaz, casi divina -rimbaudina y
wildeana a partes iguales-, alentaba una sensibilidad exquisita, con reminiscencias clásicas difíciles de pautar, pero abocada tal vez a su
disolución por no venir arropada de un método o de una
voluntad constante, elementos indispensables para afirmarse en una Obra. Abandonó las
aulas universitarias echando pestes, trabajó en una cuadrilla de albañiles a
los que descubrió la música de Mozart o las ideas de Platón, anduvo en
Cambridge estudiando inglés y fregando platos, buscó la pista de Wittgenstein y
descubrió a Owen, y, acto seguido, sin transición, recaló en Marrakech, ciudad
donde existe y subsiste desde hace un lustro.
Hay amistades que el destino sella con una cualidad
perdurable, pese a los silencios y las distancias que dispone la vida.
Ayer vino a comer a casa.
1 comentario:
http://perfeccionincreible.com/2014/01/06/a-pedro-lopez-martinez/
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