En aquel pueblo que todavía lo es, cada vecino era identificado por un alias, por un apodo, por un mote. Nombres tan comunes como Juan, Pedro o Antonio, como Dolores, Josefa o María, nunca hubieran podido competir con ese colmo de la ocurrencia y el gracejo que, fatalmente, con maldad o sin ella, rebautizaba a cada uno y a cada una desde la potestad incontestable de la causa más peregrina: una anécdota descabellada o poco probable, un rostro que confirma su caricatura, una palabra pronunciada en el lugar y en el momento precisos, un defecto exagerado, una virtud ridiculizada, un oficio de entonces, cualquier error del destino... Y luego familias enteras, hijos y nietos y bisnietos de los apodados, cargaban el popular distintivo de su linaje con un algo de orgullo y, por qué no admitirlo, con un mucho de resignación.
De la calle donde yo nací no recordaría los nombres de los vecinos si no fuera por su alias sonoro prolongado en el tiempo. Ellos fueron, por ejemplo, el Chole, el Vici, el Cabañil, el Roto, el Andaluz, el Gorrión, el Peña, el Rojo, el Cojones o el Caparrota; y ellas, por ejemplo, la Posada, la Picante, la Panzas, la Trapitos, la Cerrajona, la Mancheña, la Palos, la Morena o la Gurulla. Y nosotros, los Puros, por la parte de mi abuelo paterno. Pero justo frente a mi casa, ya mayores y con los hijos independizados, vivían el Zapato y la Virgen, Juan y Dolores: ella -eternamente enemistada con la hermana que habitaba la casona de al lado- solía sentarse en el doble escalón de su puerta, con la fresca, mientras el esposo regresaba de cualquier taberna, tarde y mojado, haciendo eses con las tres patas, casi arrastrándose por las baldosas, o bien lo traían en volandas porque se había quedado sin fuerzas al comienzo del callejón. Cuántos años hará que se marcharon de este mundo, cuántos más serán necesarios para que aquel niño de entonces los olvide del todo.
domingo, 8 de diciembre de 2013
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