-¿Mi crimen? ¿Qué
crimen? –rugió él en un repentino acceso de furia-. ¿Es un crimen haber matado
a un piojo asqueroso y nocivo, a una vieja usurera que no le hacía bien a
nadie, que les chupaba la sangre a los necesitados, cuyo aniquilamiento debería premiarse con la remisión de cuarenta
pecados? Yo no pienso en el crimen
ni tampoco en expiarlo. ¡Un “crimen”! No sé por qué tenéis que darle todos
tantas vueltas a eso del “crimen”. Ahora es cuando veo toda la estupidez de
mi cobardía, ahora que he decidido arrostrar ese oprobio innecesario. Solo por
mi propia ruindad y por mi incompetencia me he decidido; y quizá también por
cierta ventaja, como me propuso ese… Porfiri.
Fiódor Dostoievski
Releo este y otros fragmentos de Crimen y castigo, la novela que me ocupó muchas horas del mes pasado, y cada vez presiento con más claridad el rostro de Raskólnikov, o al menos la fecundidad de su estirpe, dibujado en el extraño personaje monsieur Meurseult (L'etrangère), en el celoso compulsivo Juan Pablo Castel (El túnel) o en el desalmado psicópata Pascual Duarte, tres iconos de la novela existencial. Todos asesinos confesos, todos juzgados y condenados por la ley de los hombres, todos reos de una razón o de una sinrazón que casi nadie comprende. Me pregunto qué azares y qué caprichos del destino me habrán retenido tanto tiempo para reconocer la raíz benévola de tan poderosa trinidad literaria.
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