miércoles, 11 de diciembre de 2013

FRAGMENTO DE LA PÁGINA 666 DE MI EJEMPLAR

-¿Acaso no expías la mitad de tu crimen al aceptar así el sufrimiento? –gritó, estrechándolo entre sus brazos y besándolo.
-¿Mi crimen? ¿Qué crimen? –rugió él en un repentino acceso de furia-. ¿Es un crimen haber matado a un piojo asqueroso y nocivo, a una vieja usurera que no le hacía bien a nadie, que les chupaba la sangre a los necesitados, cuyo aniquilamiento debería premiarse con la remisión de cuarenta pecados? Yo no pienso en el crimen ni tampoco en expiarlo. ¡Un “crimen”! No sé por qué tenéis que darle todos tantas vueltas a eso del “crimen”. Ahora es cuando veo toda la estupidez de mi cobardía, ahora que he decidido arrostrar ese oprobio innecesario. Solo por mi propia ruindad y por mi incompetencia me he decidido; y quizá también por cierta ventaja, como me propuso ese… Porfiri. 
Fiódor Dostoievski

Releo este y otros fragmentos de Crimen y castigo, la novela que me ocupó muchas horas del mes pasado, y cada vez presiento con más claridad el rostro de Raskólnikov, o al menos la fecundidad de su estirpe, dibujado en el extraño personaje monsieur Meurseult (L'etrangère), en el celoso compulsivo Juan Pablo Castel (El túnel) o en el desalmado psicópata Pascual Duarte, tres iconos de la novela existencial. Todos asesinos confesos, todos juzgados y condenados por la ley de los hombres, todos reos de una razón o de una sinrazón que casi nadie comprende. Me pregunto qué azares y qué caprichos del destino me habrán retenido tanto tiempo para reconocer la raíz benévola de tan poderosa trinidad literaria.

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