viernes, 20 de diciembre de 2013

EL TIEMPO DE LOS ALATONES

Salgo a la avenida, titubeo entre derecha e izquierda, cruzo al otro lado con la prisa de la mañana en los talones, detengo mis pasos faltos de convicción, doy un giro de noventa, de ciento ochenta grados, deambulo unos metros más y al fin, al desandar un trecho, lo atisbo camuflado bajo la densa capa de hojas secas: es mi coche, que duerme al raso y que, tal vez para vengar su desamparo, cada día pone a prueba mi memoria perezosa. Voy retirando las hojas del parabrisas e intuitivamente examino al responsable, ahí quieto, sin culpa, con sus ramas casi desnudas y sus frutos negros y diminutos, esféricos como las heces de las cabras… No puede ser, no puede ser… ¿Alatones? Tres otoños completos transitando junto a la misma hilera de árboles y es ahora cuando advierto que… ¡sí, son alatoneros!, o al menos ese nombre les dábamos los amigos de correrías cuando nos aventurábamos por los caminos de la huerta, en los albores de la adolescencia. De tronco peligrosamente alto, con hechuras fantasmales a menudo, nos encaramábamos a ellos y aprovisionábamos nuestras bolsas con verdadera codicia, como si se tratase de un trofeo que entonces no hubiera encontrado parangón; y luego, desde lo alto o ya en tierra, los degustábamos uno a uno regodeándonos en la escasez dulzona de su pulpa, manteniéndolos en la boca hasta que, reducidos a mero hueso, asegurando diana con maldad o sin ella, los soplábamos por el conducto de una caña.
(Por cierto y entre paréntesis: según fuentes consultadas a tiro de Google, el alatonero es lo mismo que el almez, árbol de la familia de las ulmáceas).
¡Qué tiempos!

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