Salgo a la avenida, titubeo entre derecha e izquierda, cruzo
al otro lado con la prisa de la mañana en los talones, detengo mis pasos faltos de
convicción, doy un giro de noventa, de ciento ochenta grados, deambulo unos metros más y al fin, al
desandar un trecho, lo atisbo camuflado bajo la densa capa de hojas secas: es
mi coche, que duerme al raso y que, tal vez para vengar su desamparo, cada día
pone a prueba mi memoria perezosa. Voy retirando las hojas del parabrisas e
intuitivamente examino al responsable, ahí quieto, sin culpa, con sus ramas casi
desnudas y sus frutos negros y diminutos, esféricos como las heces de las
cabras… No puede ser, no puede ser… ¿Alatones? Tres otoños completos transitando
junto a la misma hilera de árboles y es ahora cuando advierto que… ¡sí, son
alatoneros!, o al menos ese nombre les dábamos los amigos de correrías cuando
nos aventurábamos por los caminos de la huerta, en los albores de la
adolescencia. De tronco peligrosamente alto, con hechuras fantasmales a menudo,
nos encaramábamos a ellos y aprovisionábamos nuestras bolsas con verdadera
codicia, como si se tratase de un trofeo que entonces no hubiera encontrado
parangón; y luego, desde lo alto o ya en tierra, los degustábamos uno a uno regodeándonos en la
escasez dulzona de su pulpa, manteniéndolos en la boca hasta que, reducidos a
mero hueso, asegurando diana con maldad o sin ella, los soplábamos por el conducto de una caña.
(Por cierto y entre paréntesis: según fuentes consultadas a tiro de Google, el alatonero es
lo mismo que el almez, árbol de la familia de las ulmáceas).
¡Qué tiempos!
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