viernes, 29 de febrero de 2008

UN DÍA DE REGALO

"Esta tarde aún podrías escribir el poema / que querías hacer antes de que acabase / febrero". Son los versos iniciales de una pieza, Bagatela del año bisiesto, compuesta por Eloy Sánchez Rosillo con ocasión de aquel febrero de hace veinte años que, como éste que ya expira, también nos deparó veintinueve soles. "Para ti, hoy comenzaba marzo. / Mas te sorprende el año bisiesto con un día / de regalo, con un día que no esperabas / y que descubres por azar entre otras fechas / del almanaque". El autor, enfermo de la indolencia perezosa que nos siega las alas, se agarra a esta broma periódica del calendario para conjurar la pérdida y el decurso inexorable a través de la escritura, y también para, de paso, justificarse ante sí mismo y ante los demás en su condición irrenunciable de poeta que tan sólo se debe a su estela de palabras. Y concluye: "(...) Pronto / caerá la noche. Y mucho, mucho me temo que / se morirá este día que no te has merecido / sin que en él nada hicieras. / No te lamentes luego". Recluido en la torre simbólica de todas las metáforas, el sujeto poético no apetece el manjar jugoso que la vida reserva a quienes saben cortejarla y -audaces, vitalistas- enarbolan su estandarte de gozos sucesivos y plenos; muy al contrario, en él, la estética de esta fiebre se nutre de un malestar tópico -que sea o no fingido es algo que aquí no nos incumbe-, de un tedio que acosa al artista eternamente insatisfecho de su tibia contribución a la escena del mundo que contempla, como si la única huella que habrá de sobrevivir a este día inesperado fuese el haber escrito la eventual bagatela -nótese la captación de modestia- para que más tarde luzca en un librito cuyos ejemplares caerán en manos de lectores que se harán eco de la providencia de aquel lejano veintinueve de febrero que urdió la inspiración de un bardo, de nombre Eloy, ahora ya, sí, reconciliado en la razón de su existir. Han transcurrido veinte años y el prodigio vuelve a ser el mismo -en efecto, un irónico día de regalo-, pero nosotros, quienes transitamos este día y quienes tal vez no nos merecimos el de entonces, ya no somos aquéllos aunque nuestro nombre lo desmienta; y se me ocurre calcular qué perfil de la derrota volverían a dibujar los versos de este Eloy si, de nuevo acuciado por gemela indolencia, se prestara a pulir otra versión, actualizada, de su eterna bagatela del año bisiesto.

martes, 26 de febrero de 2008

MODELO PARA COMPROMISOS

Muchos son los que entienden el mundo y su paso fugaz por el mundo como una retahíla sucesiva y casual de instantes y aconteceres cuyo triste final es siempre, inevitablemente, el olvido, o eso que llamamos olvido y no sabemos muy bien de qué sustancia está hecho. Pero hay unos pocos que lo entienden de otro modo, que no se resignan a esa pérdida ni a ese olvido, que sospechan o necesitan creer que tras el tedio aparente y la aparente trivialidad del instante vivido emerge a menudo un nutrido ejército de signos y de músicas que, si así lo quiere el azar o la voluntad o el mero capricho de la musa, honrarán lo anodino como asunto memorable, o, lo que es igual, como excusa para el Arte. Son los poetas, y su gracia, la gracia innata del poeta, consiste en haber sabido mantener y prolongar un cierto don de sorpresa ante las cosas que acontecen, ésas que ya no son secreto para el común de los mortales o que el común de los mortales no acierta a expresar con una estética. Y es merced al ejercicio de su arte como el poeta salva esos momentos, los amnistía temporalmente del olvido riguroso, olvido que, pese a tanto esfuerzo y a tanto desvelo, todo lo engullirá al cabo con su voracidad insaciable. Y esto es a mi juicio lo que hemos venido a festejar en este acto: la tenacidad y la sensibilidad de un ser que aún hoy es capaz de captar lo irrepetible en lo pequeño, en lo que a otros nos dejaría indiferentes, y lo hace desde la humildad de un destino asumido, sin buscar nada a cambio, nada que esté más allá de la íntima satisfacción de su propósito, sabiendo que nadie lo va a entrevistar en el telediario, que nadie lo va a nominar para el Cervantes, que nadie va a rifar su candidatura para una vacante en la Academia; sabiendo, sí, que su humildísima existencia de poeta ya lo emparenta con los cientos y miles de bardos anónimos que no precisan los premios ni la pompa de las candidaturas para seguir tejiendo a su modo, entre los suyos, la minuciosa tela de araña que ampara a la poesía, la auténtica, esa poesía sin trampa que surge del pueblo y que al pueblo regresa en una suerte de reminiscencia juglaresca.
(Aquí, con bondad contenida, ya tocaría hablar del libro).
No es sabio que el presentador hurte a los lectores el placer de gustar por sí mismos los diversos matices de este libro. Es, pues, ocasión de que calle, y que el padre de la criatura dé voz a unos versos que desde ahora dejan de ser suyos para ingresar en los dominios de la Poesía con mayúscula, la que brota en la modestia de estos encuentros y nos salva de nuestros demonios más humanos. Gracias por confiarte a mi persona, amigo X, y a ustedes por la paciencia.

viernes, 22 de febrero de 2008

NARCISISMOS

Con suficiencia retórica se preguntaba don Antonio, en alguna página de Juan de Mairena, qué modo hay de que un hombre consagrado a la enseñanza no sea un poco pedante. Es cierto, me digo, que en el simple acto de mostrar lo que se sabe para, con permiso de la pedagogía y de otras variables que escapan a la mera pedagogía, pretender transmitirlo a quienes se supone que lo ignoran y desean aprehenderlo, subyace un incómodo dominio que no tolera la excusa de humildad y que, antes al contrario, propicia involuntarias concesiones a la patética espiral de la soberbia entarimada. Oportunidades no faltan, pues un día detrás de otro y una palabra arrastrada por la anterior encuentran fácilmente el desfiladero del ego que se postula ante sí mismo y que, pardillo sempiterno, jamás se reconocerá víctima de la emboscada sutil que su autocomplacencia le tendió. Y mientras, enfrente, del lado del pupitre pubescente, en contadas ocasiones se ilumina el espejismo de la sabiduría como un misterio irrevocable y redentor, sanción que prende en el grupo o se segrega en un grupúsculo proclive para significarse en el rostro admirativo -arrobado rictus, ojos absortos-, en esa extraña química que transita sin brújula, a ciegas, entre la seducción y la hipnosis.
Siguiendo la estela de aquel apócrifo de quien tanto aprendió Machado, don Antonio, me pregunto hoy si habrá algún modo de que los artistas que lo son acierten a sortear, en los dietarios que alimentan o en la recaudación autumnal de sus memorias, esos flirteos con la egolatría que tan a menudo oponen la humanísima trastienda de su yo imperfecto a la magnificencia incontestable de su Obra impoluta. Pienso en dos nombres -José Saramago, Gabriel García Márquez- con cuya Obra simpatizo sin fisuras, pero en cuyos respectivos dietario y memoria me puede a ratos la decepción de haberlos pillado en falta: no escasean minuciosos andamiajes discursivos cuyo afán se consuma en el regodeo de su propio prestigio literario y en la salvaguarda de la honestidad de su persona. Mi reproche es accidental, inocente casi, y apenas alcanza al salto de párrafo: tal estrategia, en ellos, deviene debilidad. Quizá es por eso que uno mismo, cuando escribe estas páginas, sucumbe a la vasta perplejidad de preguntarse si no serán sentidas como la secreta argucia de quien necesita mostrarse, hablar de sí, y alienta el beneplácito cual triste ración de narcisismo satisfecho.

lunes, 18 de febrero de 2008

MIRAR AL QUE MIRA

Soy visitador asiduo de cafeterías. Lo más habitual es que las visite solo: he notado que prefiero la magia solitaria de ese café cotidiano conmigo mismo, lo que no obsta para que de vez en cuando también negocie la prodigalidad de los cafés compartidos. Me es particularmente grato, además, tomar posesión de una mesa apartada o, en su defecto, de una esquina de la barra que garantice una perspectiva cómoda y generosa del recinto y sus clientes. Diré que prendo un único cigarrillo, y que ese mismo cigarrillo suele ser también el único de cada día. Durante los veintitantos minutos que concedo a la escenificación del rito cotidiano, el cuerpo se relaja, la mente se abstrae, y cunde el volumen y la brillantez de mis pensamientos. No he de ocultar que es en ese breve tramo de reflexión cuando se me insinúan buena parte de los motivos que nutren mis poemas y narraciones y, cómo no, las entradas de este blog. Mi mirada se desplaza de las cosas a las personas, el café se eterniza en cada sorbo y el cigarrillo se recrea entre los dedos, mientras una batuta que me es ajena juega a componer la melodía de las palabras y a encajar las diversas piezas del puzle de la literatura. De pronto fijo la mirada en la espalda de un hombre que mira de soslayo, mas con insistencia impertinente, a la mujer que consume su desayuno en la otra mesa; él no puede verme a mí, tendría que darse un giro brusco para interceptar mi escrutinio, y tampoco ella puede verlo a él, pues su mirada se distrae con quienes ocupan las mesas del fondo. Constato que no hay nadie en este espacio que renuncie al placer de mirar al otro sin ser visto por el otro, y me regocija que nadie sepa advertir que es mi mirada, merced a su posición de privilegio en la esquina de la barra, la única que controla desde afuera toda esa red cruzada de miradas. Y entonces, el poder persuasivo de las analogías y de las afinidades literarias rescata para mí aquel pasaje de Borges que tanto me sedujo y que ocasionalmente me apropio sin escrúpulo -la docencia adolece de escrúpulos- para seducir a mi vez a mis alumnos: "¿Por qué nos inquieta que el mapa esté incluido en el mapa y las mil y una noches en el libro Las mil y una noches? ¿Por qué nos inquieta que don Quijote sea lector del Quijote, y Hamlet, espectador de Hamlet? Creo haber dado con la causa: tales inversiones sugieren que si los caracteres de una ficción pueden ser lectores o espectadores, nosotros, sus lectores o espectadores, podemos ser ficticios". Me revuelvo en el taburete y sorprendo la insistencia impertinente de unos ojos que me miran desde la calle, al otro lado del ventanal.

jueves, 14 de febrero de 2008

¡AH, EL AMOR!

En un día como hoy -de los enamorados, dicen-, ¿cómo no reservar unas palabras para describir el tumultuoso río de sufrimientos y desgracias que, cual necesario anverso en la moneda de la vida, fluye y se mezcla en las mismas aguas de la más prestigiada de nuestras pasiones? Juro que no tengo vocación de aguafiestas; si acaso, es cierto, a menudo me tienta la modesta aventura que supone escudriñar bajo la superficie lisa de los lugares comunes para denunciar su indolencia de siglos, y para que, así mismo, de paso, mi pensamiento emerja de su letargo y recupere los dones de su antiguo albedrío. Cuando se nombra al amor y la humanidad entera se arrodilla a sus pies, nadie parece acordarse de que ese mismo amor está en el origen de las mayores tragedias íntimas y cotidianas -esas tragedias que luego la literatura exprime y mitifica, y que el cine industrializa con beneficios millonarios-, las que nacen de los celos o de la infidelidad o de la ausencia o de las convenciones; o del simple amor no correspondido, que, me atrevo a inferir, estadísticamente ha de ser la versión más habitual de lo que llamamos amor. Jamás he sufrido tanto como a esa edad terrible -he escrito terrible, y terrible volvería a escribir si mil veces tuviese que calificar esa edad- en que el corazón se salía del pecho por una muchacha sucesiva cuya belleza incomparable, empero huidiza y esquiva, casi siempre estuvo demasiado alta para mí, nunca al alcance del adolescente tímido que la espiaba con un pudor ancestral y que no sabía cómo abordarla, con qué palabras, aquél que si alguna vez se permitió alguna audacia robada a una escena de película fue para arrepentirse inmediatamente de su inepcia, ya a solas, en los camerinos del ridículo. Mis lecturas de aquella época, intensas y terapéuticas, henchidas de gratitud -el joven Werther, el viejo Aschenbach-, permanecen indelebles en la memoria del hombre que soy hoy, como si a través de ellas recobrara conciencia de mi desvalimiento, del sinvivir suicida de aquel muchacho desprovisto de brújula que se hacía el encontradizo en los callejones de la desdicha.
Y entonces, muy pronto, me crucé con la Poesía. Y la Poesía me salvó la vida, me la ha salvado varias veces. Cuando empecé este texto, en un día como hoy, no imaginé que acabaría con una confesión tan grave. ¡Ah, el amor!

viernes, 8 de febrero de 2008

LA OTRA ORILLA

"Me llamo Naím. Tengo quince años. Cuando el sol de este día se bañe en el mar, subiré a esa barca de ahí y me haré un hueco entre los otros. Al patrón le acabo de dar todos mis ahorros y también los ahorros de mi hermana y los de mis tres hermanos. Aquí se quedan ellos para proteger la vejez de papá y mamá, se quedan mis amigos de siempre, se quedan los espacios y colores y músicas que llenaron de luz mi ya olvidada infancia. No sé lo que me aguarda al otro lado de esas aguas que parecen tranquilas, pero sí que allá no puede haber más infiernos que los que aquí he conocido. Mi familia confía en mí y no los voy a defraudar. Ellos rezarán juntos para que yo prospere. Ahora mi objetivo es alcanzar la otra orilla. Salimos en unas horas. No sé nadar".
Ocupar el sitio del otro, ponerse en su lugar o al menos intentarlo, es, en todos los órdenes de la vida, una lección inigualable, un ejercicio de humildad -o lo que quiere ser lo mismo, de grandeza humana- merced al cual a menudo recobramos el tamaño exacto de nuestros prejuicios e ignorancias. Quizás por eso, desde hace una década, todos los cursos les dicto invariablemente a mis alumnos un párrafo introductorio muy similar al que entrecomillé arriba, y luego añado la consigna única de que cada cual continúe su historia hasta completar con sus palabras un par de folios. Si se admite que la lectura de cada libro modifica venturosamente nuestra percepción de las cosas, creo que no será arriesgado conceder que también la escritura lo consigue, pues mientras nos ejercitamos en la suprema libertad de hallar un lenguaje que diga y nos diga, estamos asumiendo e interpretando acciones y personalidades que acaso nunca nos hubieran pertenecido de otro modo. Doy fe de que el común de mis alumnos emerge de esta experiencia con una mirada que ya no es la de antes, sino mucho más honesta y más prudente, en ocasiones con un resorte de emotividad palpable, porque esa mirada ya se asemeja a la mirada de cualquier Naím de quince años que deambula asustado por una calle turbia de una ciudad ajena, porque esa mirada ya es cómplice de la mirada adulta de cualquier Naím de quince años que no supo mover sus brazos y sus piernas cuando las manos del patrón lo arrojaron al agua, a sólo doscientos metros de la otra orilla.

lunes, 4 de febrero de 2008

TRADUCIR, VERSIONAR

La otra noche disfruté de una cena con amigos poetas o, lo que alcanza igual mérito, afines a la poesía. Esto significa que se habló de todo un poco, y que, animados quizás por la intimidad o la confianza o los placeres de la mesa, nos permitimos criterios y opiniones que en otro foro menos propicio nadie hubiera intentado siquiera. Nada más sentarse, mas no recuerdo bien cómo ni por qué -seguro que lo traía rondando en su cabeza-, G. introdujo el asunto de la traducción literaria, no tanto para hacernos ver la inevitable dosis de traición que ya apuntó el latino como para incidir en la observación suya de que las ediciones de poesía, de un tiempo a esta parte, cada vez optan más por el término "versión", en detrimento de la "traducción" pura y dura, siendo como son, según G., cosas bien distintas: cuando él, pongamos por caso, lee en castellano a Kavafis, no quiere una versión de Kavafis, sino que exige una traducción lo más fiel posible al texto de Kavafis. Confesé que, sobre todo en poesía, siempre me espantaron esas traducciones que se empeñan en conservar los aspectos formales -¡incluso la métrica!- del original, y sugerí si no será mucho más honesto para el traductor y más legítimo para la poesía reconocer desde el principio que no cabe sino versionar, esto es, adaptar de un idioma a otro idioma según la ciencia y la fe y el gusto de quien lo interpreta. En la música, salvando el hecho de la universalidad de su lenguaje -precisó alguien a mi lado-, todo es versión, por la razón sencilla de que no hay otro camino que la interpretación sonora de la partitura, la cual admite tantas variaciones sobre el texto como pares de manos hábiles se posen en el instrumento... Los meandros del diálogo discurrieron después por otros cauces -reconoció G. que la rima escrupulosa lo distrae de la lectura-, e incluso hubo reserva de tiempo para las pequeñas maldades, pues, con la prueba del delito sobre el mantel, desenmascaramos -era sábado carnavalero- la impostura de algún coetáneo "metrificador" (la palabra es mía y sólo mía) que sin embargo no metrifica (sic) según los cánones que exigen los acentos internos. Ya de regreso, en el coche, alguien a mi lado lamentó que se nos hubiera extraviado el hilo de la conversación hacia estas minucias previsibles y superfluas -¿siempre tiene que salir a la palestra algún coetáneo ausente?-, porque aquél de la distancia entre lo que llamamos versión y lo que sea traducción sí que era un tema interesante, de los que dan para muchas cenas con amigos poetas o afines.

viernes, 1 de febrero de 2008

CARENCIAS

Demasiado sé que no se puede leer todo, sólo el pensarlo me arrastra hacia un extraño vértigo; como también sospecho que decenas de libros míos, adquiridos con un remoto afán en la promiscuidad de los bazares para que hoy sus lomos se disputen uno o dos centímetros de mi propia estantería, nunca hallarán su instante de luz entre mis manos. Pero hay carencias que pesan como una losa simbólica, hasta minar incluso -hablo, claro, de intimidades pocas veces reconocidas en público o, lo que va más lejos, encubiertas bajo la autoridad de un par de lugares comunes- nuestra conciencia intelectual, por lo común tan soberana y tan satisfecha y tan soberbia. Por ejemplo, los clásicos más clásicos, los de la Grecia y la Roma anteriores a Cristo. Mi acercamiento a ellos fue siempre azaroso, sin la bondad del método, huérfano de esa perspectiva panorámica e integradora que me permitiese rendir con mis armas, sin mediaciones hiperbólicas ni fáciles topismos, la solidez sin trampa de su visión de mundo. Conservo un manual de mis estudios de bachillerato que se titula simplemente así, Griego (José Alsina Clota y Rosa A. Santiago Álvarez; ed. Anaya, 1981), un valeroso volumen distribuido en 48 temas que alternan asuntos de lengua con otros de cultura general, entre éstos los específicos de literatura. En algunos epígrafes, muy pocos, aún se aprecia el cuidadoso subrayado del escolar que fui; pero la mayor parte de las más de trescientas páginas me es ajena, y por supuesto he olvidado las nociones de gramática que algún profesor se esforzó en inculcarme, a juzgar por las cuartillas-resumen de casos y conjugaciones que dormitan en su interior. Lo hojeo, y la selección de textos a propósito de cada tema se me antoja apropiadísima: preciosos ramales para tirar del hilo del saber a partir de la somera bibliografía que ahí se recomienda. No voy a estudiar el griego ahora que ya peino canas; sin embargo, es tentador incrustarse en esos ámbitos de la antigua cultura griega con la aplicación de un alumno que desea redescubrir, por el puro placer, con la obstinada fe del autodidacta, aquella parcela exacta de aquellos planes de estudio que mi inconsciencia adolescente no llegó a satisfacer.