lunes, 28 de enero de 2013
SANTO TOMÁS
Santificarás las fiestas, festejarás los santos... Hoy me he
levantado sin las urgencias de cualquier lunes y he caminado lento hasta esa plaza
céntrica que en mi ciudad da nombre a un santo de ayer, Domingo. Me guiaba el
deseo de realizar una serie de gestiones que me importan, pero he de confesar
que a cierta altura de la mañana he olvidado la razón de esas gestiones y me he
derrumbado en el desánimo por causa de otros pensamientos que al parecer me
importan más. Sin voluntad, como un autómata, me he perdido en el último rincón
de la librería y he tomado en mis manos, al azar, un tomo con la poesía de José
Emilio Pacheco -me gusta este Pacheco-, mientras un viejo amigo que también
andaba por allí me ha insinuado, sacando del estante un ladrillo de mil páginas,
que prefiere a Juan Gelman. Gustos, colores... He adquirido Kafka
en la orilla, una novela cuyo título me atrae desde hace rato, y he
invitado a un café al amigo extraviado. Después, en la plaza pública, un banco
público frente a un sol todavía público me ha dicho que me sentara y comenzase
la lectura. Desde los primeros párrafos notaba alrededor el merodeo de grupos
de personas que se iban concentrando para gritar sus consignas. Al cabo de tres
páginas, una mujer de edad indefinida me ha ofrecido un bolígrafo y un papel
para que firmase en defensa de la asignatura de filosofía. Que por qué, pues
porque está claro que aprender a construir argumentos y a reconocer falacias, a
formar y a exponer y a debatir ideas propias, es algo que asusta mucho a los
gobiernos de turno. He paseado otro trecho, he tentado a la suerte de los números en el Gato Negro
y casi sin darme cuenta ya estaba conversando con otro conocido que me confiaba
los pormenores con la novedad de su divorcio. El autobús se lo ha llevado a su
destino aún con palabras en la boca, y yo he atendido una llamada al móvil, he
cruzado un semáforo y luego un puente y otro semáforo y un jardín e incluso una vía de
ferrocarril con Kafka en la orilla
bajo el brazo. Pero ha sido en el ascensor, ascendiendo con propiedad, donde se me ha
revelado perezosamente una sola entre aquellas cinco vías que sintetizó el de Aquino para
probar lo improbable, igual que yo.
sábado, 26 de enero de 2013
TURÍN, TORINO
Con exactitud de calendario, hace solo un par de horas que
cumplí veinte años desde la primera vez que pisé Turín. Fue aquel un viaje por
carretera, en autobús de línea regular, que duró veinticinco horas y que me mantuvo
en la ciudad alrededor de dos meses, al amparo de la mejor excusa que en aquel
tiempo hubiera podido permitirme: una modestísima ayuda del programa europeo Erasmus.
Volví en 2004, en un vuelo con escala en Barcelona, ansioso por redescubrir los
espacios huidizos de una fascinación iniciática que -tales eran mis
pretensiones- iba a cristalizar muy pronto en una novela que reflejaría
mis tímidas andanzas de ambientación estudiantil y que no eludiría el gravitar
entreverado de dos ilustres suicidas, Pavese y Primo Levi, a rebufo de un
tercero que en las postrimerías de 1888 extravió allí su cordura: Friedrich
Nietzsche.
El domingo 30 de diciembre último he retornado a Turín, esta vez entrando por la emblemática estación de Porta Nuova, tras aterrizar a media mañana en Bérgamo. Han sido cinco o seis jornadas de frío alpino, cómo no, y de un trasiego obsesivo bajo los soportales de calles y plazas en las que ya no se atisbaban, como antaño, los escenarios de mi futura ficción, sino que eran para mí, ahora, plazas y calles de tinta y de papel, plazas y calles que se me anunciaban a través de los párrafos y las secuencias que he ido perfilando afanosamente durante quince o dieciséis años. De manera que comimos en el Platti, favorito de Pavese, emulando de nuevo su camino desesperado hasta las inmediaciones del albergo Roma; muy cerca de allí, fotografié la puerta y la fachada del edificio donde nació y vivió y saltó por la escalera Primo Levi; nos tomamos el aperitivo vespertino en el café Elena, en la magnífica piazza Vittorio, justo junto a la ventana donde imaginé, en mi anterior visita de 2004, la conversación imposible entre dos personajes que ignoraban ser los fantasmas respectivos de Nietzsche y de Pavese; de madrugada, en la barra del mismo Flora donde me pusieron tantos cappuccinos, degustamos la primera cerveza de este año; tomamos el bicerin del Fiorio, atrapamos la puesta de sol desde el puente de piedra sobre el Po, adquirimos libros, muchos libros, y retamos todas las supersticiones de esta ciudad supersticiosa subiendo a la Mole de Antonelli o pisando el adoquín del torito en la piazza San Carlo. El día 3, al atravesar el Castello, me ha parecido que un hombre no más joven que yo, con los inconfundibles bigotes largos y el atuendo de otro siglo, profería blasfemias de loco y decía ser el Anticristo mientras abrazaba un caballo de tiro cuyo amo venía maltratando con la punta del látigo.
Turín, Torino: ciudad que me despide susurrándome que vuelva.
El domingo 30 de diciembre último he retornado a Turín, esta vez entrando por la emblemática estación de Porta Nuova, tras aterrizar a media mañana en Bérgamo. Han sido cinco o seis jornadas de frío alpino, cómo no, y de un trasiego obsesivo bajo los soportales de calles y plazas en las que ya no se atisbaban, como antaño, los escenarios de mi futura ficción, sino que eran para mí, ahora, plazas y calles de tinta y de papel, plazas y calles que se me anunciaban a través de los párrafos y las secuencias que he ido perfilando afanosamente durante quince o dieciséis años. De manera que comimos en el Platti, favorito de Pavese, emulando de nuevo su camino desesperado hasta las inmediaciones del albergo Roma; muy cerca de allí, fotografié la puerta y la fachada del edificio donde nació y vivió y saltó por la escalera Primo Levi; nos tomamos el aperitivo vespertino en el café Elena, en la magnífica piazza Vittorio, justo junto a la ventana donde imaginé, en mi anterior visita de 2004, la conversación imposible entre dos personajes que ignoraban ser los fantasmas respectivos de Nietzsche y de Pavese; de madrugada, en la barra del mismo Flora donde me pusieron tantos cappuccinos, degustamos la primera cerveza de este año; tomamos el bicerin del Fiorio, atrapamos la puesta de sol desde el puente de piedra sobre el Po, adquirimos libros, muchos libros, y retamos todas las supersticiones de esta ciudad supersticiosa subiendo a la Mole de Antonelli o pisando el adoquín del torito en la piazza San Carlo. El día 3, al atravesar el Castello, me ha parecido que un hombre no más joven que yo, con los inconfundibles bigotes largos y el atuendo de otro siglo, profería blasfemias de loco y decía ser el Anticristo mientras abrazaba un caballo de tiro cuyo amo venía maltratando con la punta del látigo.
Turín, Torino: ciudad que me despide susurrándome que vuelva.
jueves, 24 de enero de 2013
INQUIETUD, DISCIPLINA, MÉTODO
Las rachas de un viento intolerable y paradójico se ensañan furiosamente con los toldos y con la fortaleza resignada de los árboles más altos, al otro lado de la ventana que da al patio del instituto; mientras, aquí, adentro, los alumnos balancean su desidia matutina a despecho de la prosa didáctica medieval (quiero decir, El conde Lucanor), y en mis cavilaciones sin vocación ni trascendencia se interpone de improviso aquella línea festiva de Martínez de Paco: "Día de viento: resarcimiento de calvos". Y como, según los consabidos principios de la causalidad, una idea conduce a otra, mi memoria tira del hilo de los manuscritos inéditos de Jorge y me lleva a esa otra reflexión suya que con tantísima verdad, a mi juicio, sintetiza y simplifica las tres certezas únicas de la ciencia de la pedagogía. Porque, en efecto, el gran reto del profesor de hoy -y de ayer, y de siempre- está fundado en la magia de las aleaciones intuitivas, esto es, en saber dar con la fórmula que conjugue en un aula, en una clase, y acaso para un solo discípulo, la inquietud por el conocimiento y el método para alcanzarlo, la disciplina en el estudio y la inquietud de superación, el método disciplinado y la disciplina metódica. Lo demás -que me perdonen los apóstoles de la cosa- es mera palabrería sin magisterio.
domingo, 20 de enero de 2013
VISIÓN DE MI PADRE
Siempre me ha enternecido la relación del hombre con el
árbol. Me emociona referir la anécdota de aquel abuelo de Saramago que, sabiéndose próximo a la muerte, salió al huerto y abrazó cada uno de los árboles, a modo de despedida.
Cuenta mi padre que fue un muchacho de una delgadez extrema -“se lo llevaba el viento”, abunda mi madre; “cuando me llamaron a filas pesé cincuenta y cinco”, precisa él-, pero dotado de mucho nervio, tan ágil y tan atrevido que no se arredraba a la hora de competir con otros más curtidos para hacerse valer en el trabajo. Pocos secretos guardaban para él los árboles: comerse un higo a horcajadas en una rama, a diez o doce metros sobre la tierra, o desayunar en la copa de un cerezo con los privilegios de un pájaro eran minucias de su jornada, hábitos simples que hoy, a través de las palabras que usa, se contagian de una dimensión épica.
Esta mañana he visto a mi padre, ya septuagenario, subido al naranjo que plantó con sus manos. Asegurando el pie en las cruces, seleccionaba cada fruto según su grosor y su color, y, con amoroso tacto, le acercaba una tijera que lo cortaba por el tallo para no dañarlo. Y entre tanto, desde arriba, como tantas veces, con esa especie de la nostalgia en que a menudo naufraga el propio orgullo, me ha repetido que cuando era joven, en el tiempo de coger la oliva, solía encaramarse a los árboles no por el tronco, sino por las ramas, como los monos, y que algunas veces saltaba de uno a otro sin pisar el suelo, con la simple maestría de la ardilla.
Sé que, en los próximos días, cada una de las naranjas que él me ha ido dando esta mañana, cada una de las naranjas que voy a pelar y que luego me llevaré a la boca, contendrá necesariamente en cada gajo, en cada bocado, el sabor enternecido de esa imagen consolidada para siempre en mi memoria.
Cuenta mi padre que fue un muchacho de una delgadez extrema -“se lo llevaba el viento”, abunda mi madre; “cuando me llamaron a filas pesé cincuenta y cinco”, precisa él-, pero dotado de mucho nervio, tan ágil y tan atrevido que no se arredraba a la hora de competir con otros más curtidos para hacerse valer en el trabajo. Pocos secretos guardaban para él los árboles: comerse un higo a horcajadas en una rama, a diez o doce metros sobre la tierra, o desayunar en la copa de un cerezo con los privilegios de un pájaro eran minucias de su jornada, hábitos simples que hoy, a través de las palabras que usa, se contagian de una dimensión épica.
Esta mañana he visto a mi padre, ya septuagenario, subido al naranjo que plantó con sus manos. Asegurando el pie en las cruces, seleccionaba cada fruto según su grosor y su color, y, con amoroso tacto, le acercaba una tijera que lo cortaba por el tallo para no dañarlo. Y entre tanto, desde arriba, como tantas veces, con esa especie de la nostalgia en que a menudo naufraga el propio orgullo, me ha repetido que cuando era joven, en el tiempo de coger la oliva, solía encaramarse a los árboles no por el tronco, sino por las ramas, como los monos, y que algunas veces saltaba de uno a otro sin pisar el suelo, con la simple maestría de la ardilla.
Sé que, en los próximos días, cada una de las naranjas que él me ha ido dando esta mañana, cada una de las naranjas que voy a pelar y que luego me llevaré a la boca, contendrá necesariamente en cada gajo, en cada bocado, el sabor enternecido de esa imagen consolidada para siempre en mi memoria.
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