viernes, 28 de octubre de 2011

EL CARRO DE LA CELEBRIDAD

Esta tarde, Mario Vargas Llosa visita la ciudad para clausurar un congreso que honra su nombre y su obra. Me parece loable que, en los tiempos que corren, las instituciones públicas y privadas sigan aún patrocinando actos socio-culturales de esta índole. Yo no iré, no me apetece verlo disertar sobre esto y aquello, en parte porque ya lo escuché una vez o dos -cuando observó que de Flaubert había aprendido que el genio también se hace; cuando en la misma charla sancionó con ligereza inoportuna que la Rayuela de Cortázar se le caía de las manos-, y en parte, sí, porque no simpatizo con la persona Mario ni con el personaje Vargas Llosa. A nadie ofendo si admito que prefiero sus novelas, sobre todo las de antes, de las que me gusta resaltar la solvencia de La guerra del fin del mundo. A propósito del evento, me acuerdo del finísimo retrato que, en nota fechada hace ahora la friolera de cuarenta años -el 4 de julio de 1971-, inserta en sus diarios Julio Ramón Ribeyro:
"Mario Vargas Llosa a almorzar en casa, con Patricia y sus dos hijos. Uno de los tantos encuentros esporádicos, en los últimos años, desde que, digamos, subió al carro de la celebridad. Difícil comunicación, a pesar de la presencia de Alfredo Bryce. En MVLL hay una afabilidad, una cordialidad fría, que establece de inmediato (siempre ha sido así, me doy cuenta cada vez más) una distancia entre él y sus interlocutores. Noté esta vez, además, una tendencia a imponer su voz, a escuchar menos que antes y a interrumpir fácilmente el desarrollo de una conversación que podía ir lejos. Quizás esta especie de indiferencia o de olímpica capacidad de flotación -estar presente y al mismo tiempo no estarlo- sea un privilegio del talento. Todo esto naturalmente hace de él una persona impenetrable. Tengo la impresión de que cuando uno alcanza cierta fama vive más para los artículos, las relaciones mediatas de la nota, la correspondencia, el coloquio multitudinario de un congresso literario, la entrevista, etc., que para la relación directa de persona a persona. Entre el hombre célebre y el mundo se tiende o se extiende un mundo de papel, una cortina libresca, letresca, de comentarios, citas, glosas y exégesis que en definitiva contienen y aíslan al hombre de la realidad para colocarlo en una especie de Olimpo del cual es difícil hacerlo descender para situarlo en el plano de la simple humanidad. Todo esto unido, claro, a un gran aplomo, una seguridad que convierte en apodícticas las más leves de sus observaciones. MVLL da la impresión de no dudar de sus opiniones. Todo lo que dice, para él es evidente. Él posee o cree poseer la verdad. No obstante, conversar con él es casi siempre un placer por la pasión y el énfasis que pone al hacerlo y su tendencia a la hipérbole, lo que hace de su discurso algo divertido y convincente".

sábado, 22 de octubre de 2011

CAÍN SEGÚN SARAMAGO

Inicié su lectura y la interrumpí por la mitad hace exactamente dos años, en un momento muy difícil de mi vida, extraviado en un laberinto lleno de azules y de rojos, de paso por un apartamento alquilado. Era entonces la novela más reciente de José Saramago, de quien yo solía leerlo todo con una voracidad inmediata, y ha terminado siendo, a la postre, la última de las quince nacidas de su ingenio en apenas tres décadas. Murió el hombre, y yo me resistía a apurar de una vez para siempre ese sorbo de felicidad que supusieron sus páginas; así que fui aplazando la versión de Caín hasta la madrugada del jueves, cuando desperté insomne y, sin premeditación, me fui derecho al estante y recomencé lo que había dejado en suspenso. Mientras leía los dos primeros capítulos en el silencio de la casa, sentí como si el propio autor me los estuviera susurrando, y sonreí con él las ocurrencias de aquel narrador único, como el fragmento donde refiere el regreso de Dios al paraíso con el propósito de enmendar un defecto de fábrica: se le había olvidado ponerles el respectivo ombligo a sus criaturas. Este fin de semana me lo acabo.

jueves, 20 de octubre de 2011

AÑOS DE VIDA

De todos los miedos que he conocido, no sé de ninguno que se asemeje más al terror indescifrable de una pesadilla que el que me zarandeó aquella tarde. Salí de casa con Federico, mi hijo, que entonces contaba unos seis años, para buscar el coche aparcado en una calle próxima y conducirlo a las instalaciones del colegio, adonde acudía una o dos veces a la semana para realizar su actividad extraescolar, deportiva. La puerta del edificio se cerró con estruendo a nuestra espalda, y yo, mientras avanzaba por la calle peatonal, me puse a consultar algo en la agenda. Cuando a los pocos segundos se elevaron mis ojos -con la inercia protectora que nos vence a los padres de hoy- mi hijo ya no iba por delante de mí ni tampoco venía a mi lado ni por detrás: simplemente había desaparecido del dominio de mi vista y todo mi cuerpo se suspendió en una especie de tensión infinita. Corrí los quince metros que me separaban de la calle que cruza perpendicular, a esa hora con escasa circulación y casi desierta de viandantes, y miré ansioso, a derecha e izquierda, por encima de la hilera de coches estacionados. Ni rastro. No puede ser. Era como si se lo hubiera tragado la tierra, o como si... Seguí corriendo y pronunciando su nombre. ¡Mierda! Era como si alguien que pasaba lo hubiera introducido rápidamente en su vehículo y... Me incliné para mirar debajo de todas las ruedas, un coche tras otro, a lo mejor se le había ocurrido gastarme una broma... Nada. Grité su nombre, corrí de un lado a otro de la recta, cincuenta metros, luego cien, gritando, sudando, creo que algunos vecinos a los que mi pánico no podía ver se asomaron a las ventanas de sus casas con esa estúpida cara de complicidad que ponen los curiosos ante una tragedia. Supongo que mi desesperación no duró más de tres o cuatro minutos, acaso cinco, pero la recuerdo como un fragmento de eternidad, como si todavía, al recordarla, se ensañara en mi pecho. Derrotado, fuera de mí, me hallé de nuevo a la puerta del edificio y vi que su madre, desde el balcón, me hacía señales y me decía que el niño estaba en casa, que había vuelto a subir porque no me encontraba. Después supe que se metió por el paso angosto que se dibuja entre la pared de un muro y una de esas casetas de hidroeléctrica, y mientras yo la rebasaba por fuera, buscándolo, él la rodeó de vuelta para reencontrarme a mí, y no me vio, y desanduvo lo andado.
Esa tarde tuve la certeza de haber perdido varios años de vida.

lunes, 17 de octubre de 2011

CATA FAVORABLE

El texto que sigue lo leí hace poco, en internet, buscando aposta referencias sobre su autor, de quien no tenía ninguna noticia hasta que me llegó su nombre por un par de vías fiables. Es el misterio del boca a boca, supongo, porque esta breve muestra captó de inmediato mi atención, me sedujo con una naturalidad contagiosa, y ahora soy yo quien pasa el relevo y la voceo a mi modo. Al parecer, Iñaki Uriarte escribe diarios:
"He estado en la cárcel, he hecho una huelga de hambre, he sufrido un divorcio, he asistido a un moribundo. Una vez fabriqué una bomba. Negocié con drogas. Me dejó una mujer, dejé a otra. Un día se incendió mi casa, me han robado, he padecido una inundación y una sequía, me he estrellado en un coche. Fui amigo de alguien que murió asesinado y fue enterrado por los asesinos en su propio jardín. También conocí a un hombre que mató a otro hombre, y a uno que se ahorcó. Sólo es cuestión de edad. Todo eso me ha sucedido en una vida en general muy tranquila, pacífica, sin grandes sobresaltos".

viernes, 14 de octubre de 2011

CAQUIS

Mi abuelo Pedro dedicó su vida a trabajar la tierra, sea la que algún señorito le cedía en usufructo compartido, sea la que con tesón humilde y laborioso pudo al fin tomar en propiedad. Lo recuerdo ya viejo montado a lomos de su burra, avanzando en la estrechez de una calle por la que no cabía nadie más que la figura indivisible del hombre sobre el animal, todavía solemne en su atalaya después de una jornada extrema en la que siempre hacía mucho sol o mucho frío. A menudo portaba en perfecta promiscuidad alguna muestra de las hortalizas que él mismo hubo sembrado y arrancado, un vergel apetecible que hoy siento antiquísimo y que sin embargo esplende y respira en mi memoria con el reguero de aromas y colores que dejaba a su paso. En su huerto había construido una pequeña casa con un patio exterior al que daba sombra la frondosidad de las parras, por cuyos troncos retorcidos veía yo deslizarse las lagartijas. Detrás, casi en la linde, junto a media docena de melocotoneros y algún manzano, triunfaba de año en año la promesa anaranjada de los frutos más exóticos, esos que solo alcanzaba la altísima mano de mi padre y que se nos ofrecían como un don escaso, con la textura dulce de sus lenguas. Es una asociación inevitable: cada vez que como caquis me acuerdo de mi abuelo Pedro.

miércoles, 12 de octubre de 2011

OYERON PASSAR PAXAROS

Hay palabras, sociedades de palabras, que surgen leves como un verso solo y que casi sin transición, desde que nacen, se imponen con el peso de la Historia que inauguran. Imagino el pulso del almirante mientras unta su pluma en la tinta inverosímil, aquel martes 9 de octubre, y deja caer su gracia sobre la superficie sin mácula del diario: "Toda la noche oyeron passar paxaros". No sabía entonces ni llegó a alcanzar después que con esa frase prefiguraba un continente, que con esos signos que nombran la inminencia estaba de algún modo, a la manera de un dios, inventando un Nuevo Mundo.

lunes, 10 de octubre de 2011

CONCURSOS

A uno le caen en las manos las bases de un concurso y mientras averigua los detalles ya se pone a fantasear que a lo mejor esta vez sí, que seguramente la suerte está llamando a su puerta, que sin duda se lo van a dar. Entonces busca cualquier inédito en los cajones polvorientos, decide qué título se adaptará mejor a las condiciones de la convocatoria, emplea media hora en pensar un seudónimo con enjundia literaria y otra media en redactar los datos de la plica junto con los requisitos legales, pide que le fotocopien de tres a cinco veces el original y manda que le encuadernen cada ejemplar, hace con todo ello un paquete compacto, de una solidez metalúrgica, paga el envío con un billete de veinte euros y regresa aturdido por las avenidas democráticas de la fantasía, dispuesto a sentarse, decidido a esperar.
Cuántas veces habré sucumbido a ese proceso en el que no creo, en el que jamás creí, y cuántas me habré jurado que nunca más, que mis versos y mis narraciones nacen de la necesidad íntima del arte con mayúscula y que no debiera exponerlos a la trampa de la competencia, chuleándolos por una triste cifra o por una mala publicación.
Pero el tiempo pasa con la impasibilidad de la sentencia latina, y la hora del reconocimiento no llega ni se atisba, y los agentes que todo lo negocian van retrasando su juicio, y los que se llaman editores ni siquiera responden a esas cartas donde nadie más que yo parece apreciar la cuantía de mi talento. Y entonces uno se resigna entre comillas, y uno se vuelve a ilusionar entre paréntesis cuando le caen en las manos las bases del enésimo concurso, y se somete al mismo ritual y a la misma farsa con espíritu renovado, y, mientras se sienta a esperar lo que ya no tiene espera, una punzada le confirma que su alto sueño de juventud ha caído otro escalón: aquel sueño ya vive casi a ras de la tierra que lo vio surgir.

sábado, 8 de octubre de 2011

¿ALGÚN SENTIDO?

Sé que no significa nada que pueda ir más allá de una mera coincidencia, pero yo mismo lo presidí ayer en una clase y estoy seguro de que sus dos protagonistas lo habrán comunicado con sus familias y que se pasarían la tarde del viernes y buena parte de este sábado dándole vueltas y tratando de encontrarle algún sentido, porque su juventud todavía ignora que el azar y la casualidad se alimentan de lo que no tiene un sentido.
Es un grupo de treinta y un alumnos y alumnas de entre doce y trece años, pero hay que constatar una ausencia: como se sientan por parejas, se advierte de un vistazo que una chica de la última fila está sola y que en la primera fila también se quedó soltera otra chica, así que el profesor invita a aquella a tomar asiento junto a esta, la de delante, para que nadie quede aislado, al menos por este día. La clase transcurre según lo previsto, de modo que cuando faltan unos diez minutos se retoma el tema de las autobiografías, un proyecto de creación que se inició con la semana y que se ha de continuar con un segundo capítulo, ese que versa sobre "El día en que yo nací". Aclaradas las dudas acerca del aspecto formal de los escritos, del enfoque que hay que darles, de los contenidos que se pueden aprovechar, de cómo se organizará la información recabada tanto de los propios padres como de las bases documentales de Internet -esa enorme hemeroteca-, suena el timbre de las once y todos se levantan para bajar al patio de recreo.
Todos, sí, excepto las dos alumnas que reunió el azar en la primera fila, quienes apenas se conocen y de repente han sabido que las dos nacieron el 10 de abril de 1999, el mismo sábado en que la ciudad clausuraba sus fiestas con el tradicional Entierro de la Sardina. ¿A qué hora se produjeron los nacimientos respectivos? ¿Sucedería el parto en el mismo hospital, con la misma comadrona, por manos del mismo ginecólogo...? Admitir la probabilidad de un sí sería excesivo, una concesión tal vez demasiado literaria. El próximo lunes lo sabremos.

martes, 4 de octubre de 2011

VINDICACIÓN DE LEÓN FELIPE

"Así es mi vida, piedra, como tú”…

Embotado, incapaz de emprender cualquier tarea, tullido para imponerme un orden de prioridades y asumirlas funcionarialmente, salí de camino al centro y la misma inercia de antaño me condujo hasta ese último rincón, entre expositores y anaqueles y columnas, que un librero de la ciudad reserva aún a las publicaciones de poesía, donde se respira un aire clandestino, casi mórbido.

…“como tú, piedra pequeña”…

De pronto se afianzó en la palma de mis manos el ejemplar de Visor con todos los poemas de León Felipe, el mismo volumen que tantas veces estuve a punto de adquirir y que siempre se me resiste, no sé explicarme por qué ni por cuánto tiempo aún.

…”como tú, piedra ligera”…

Lo transité con la parsimonia embelesada de otra vida, poseído por un resto de aquella fe de juventud que ya no volverá a pertenecerme como entonces, degustando el discurrir sencillo de una voz que siento gemela, deteniéndome en los mismos versos de siempre, repitiéndome para mí y para nadie que nunca he dejado de conectar con este hombre, con este nombre que hace tanto se debate en el limbo de nuestra memoria poética, un hombre y un nombre que, apenas de tarde en tarde, me apetece reivindicar ante los más legos.

…“como tú, canto que ruedas por las calzadas y por las veredas"…

Regresé con las manos vacías, mas regocijado en la música de aquellos versos.

domingo, 2 de octubre de 2011

NO REGRESES, ULISES

He dedicado algunos ratos de la última semana a rastrear la permanencia literaria de Ulises, el mito, sea en su paso por el infierno dantesco, sea en las celebradísimas versiones poéticas de Tennyson o Kavafis, las mismas que en pleno siglo XXI continúan siendo el paradigma de un símbolo universal, inagotable. Pero la sobremesa de este agónico domingo que no sabe a qué estación pertenece me tenía reservada la ocurrencia de presentarles a mis hijos, por fin, una película que siempre consigue sacarme sonrisas cómplices y que siempre concluyo con ojos turbios: Cinema Paradiso. Y he aquí la sorpresa de una conexión con la que yo no contaba, no al menos hoy: ha habido varios momentos, en el último tercio de la cinta, en que la fuerza gravitatoria del personaje de Homero se ha posado, benévola, sobre las imágenes del film, e inopinadamente ha acabado iluminándome con un guiño generoso y nuevo; así la escena en que Alfredo, ya ciego y sabio como aquel Tiresias, aconseja al joven Totó que huya de ese pueblo, que busque su verdadera vida en otras partes, que no regrese nunca; así cuando la paciente madre que lo aguarda, como otra Penélope, se incorpora para recibirlo después de tantos años y cae al suelo el ovillo de lana y entonces los puntos del jersey que tejía se van deshaciendo sobre la silla, espléndida metáfora del tiempo volviendo a nuestro encuentro.
Volver para contarlo, para no ceder al olvido: el regreso -de Ulises, de Totó, de tantos otros- solo se justifica en el relato, a través del relato.