domingo, 1 de diciembre de 2013

ESPEJITO, ESPEJITO

Al filo de la veintena me gustaba arrastrar una barba de tres o cuatro días que me otorgaba un aire rebelde, o eso pensaba yo entonces; hubo alguna vez en que la aguanté sin tocarla hasta un trimestre, pero me picaba mucho la cara y no tenía vocación. Más tarde, alrededor de los treinta, lucí un bigote estacional, esporádico, quizá porque en el trabajo alguien me confundió con un alumno, quizá porque sin ser consciente emulaba el de mi padre, que se lo había dejado al principiar la democracia española y que aún lo conserva, a punto de coronar su año setenta y cinco. Ahora suelo afeitarme cada dos días, por la mañana temprano, en una especie de ritual previo a la ducha que dura siete u ocho minutos. Ayer sábado tocaba, pero, en la acucia de quehaceres domésticos, se me extravió el propósito, y cuando casi a mediodía de hoy domingo he vuelto a examinar mi rostro en el espejo para proceder a rasurarlo, este me ha golpeado con su incipiente perfil encanecido, colonizado por un ejército de puntas blancas que dictaban su elemental sentencia.  

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