sábado, 3 de marzo de 2018

Rescaté de su oscuridad de cajón cerrado el reloj de pulsera y me lo puse en la muñeca. Sus agujas estaban fijas en una hora y en un minuto, ignoro desde qué fecha. Busqué un establecimiento en el barrio, un cubículo atestado de vitrinas con artículos de joyería y un mostrador mínimo. El hombre que me atendió era grueso, de edad algo menor que la mía, con habilidad para empatizar con el cliente en el lapso que suele durar la visita. Sus dedos carnosos contrastaban con la precisión milimétrica de sus movimientos manejando los útiles de proporciones ridículas: un destornillador imantado, una pila como un grano de arroz. Su parsimonia y su destreza no le impedían mirarme de tanto en tanto y quejarse cordialmente de la fuerza invasiva de las redes sociales, del asedio de mensajes superfluos o impertinentes que recibía de continuo y que no se decidía a silenciar. Repuse que por eso había recuperado yo este reloj, para no estar pendiente del dichoso teléfono; y le sugerí que tal vez nos volviéramos a ver pronto, porque pienso rehabilitar también, cuando lo encuentre, para que reine en la mesilla de noche, mi antiguo despertador; y que el móvil quede fuera del cuarto, lo más lejos posible de mi descanso, o al menos a una prudente distancia. 

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